Asumo que las líneas que me dispongo a hilvanar no serían, de ninguna manera, motivo de satisfacción para Esperanza. No por lo que en ellas refiera sobre la que fue la primera mujer periodista de la saga Martínez-Zaporta. Eso se la hubiera traído al ... pairo así ahora, que nos ha dejado, como hace unos meses cuando compartía un cigarro y una copa con quienes fueron sus compañeros, y ahora sus amigos, sin temor al futuro que podía aguardarle a la vuelta de la hoja del calendario. No serían estas letras motivo de su complacencia, digo, porque fue Esperanza desde siempre una mujer prevenida contra el halago y alérgica a la zalamería y la adulación. Y activista de una de esas primeras lecciones del manual del buen periodista que tantos olvidamos y que aconseja al profesional mantenerse ajeno a cualquier protagonismo en la noticia. En esa convicción militó durante la carrera profesional a la que se asomó en los primeros 70 después de haber obtenido la licenciatura universitaria para mayor regocijo paterno porque, con aquel diploma superior, Esperanza volvía a engarzar su apellido, el Martínez-Zaporta, en la cadena cuyo primer eslabón había soldado su bisabuelo Facundo al nombre de LA RIOJA, este diario, hace 135 años.
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Aunque ese bisabuelo presidía enmarcado en blanco y negro, con su bigote cano y generoso, los espacios preeminentes de este diario, Esperanza Martínez-Zaporta Loscertales se asomaba a su Redacción casi recién estrenados los 70 con tanta modestia como aplomo. Cualidades ambas que le adornaban por genética. Así que empezó por donde solían hacerlo los mejores: en la calle. Las de Logroño y las de los pueblos de La Rioja fueron su primer hábitat profesional donde interpretó casi todos los palos. Y ahí anduvo currándose la carrera hasta que, junto a su inseparable Fernando (Ancín), imaginó su mejor obra, a la que luego daría por nombre Inés. Un detestable y malentendido proteccionismo machista de la época, en plena Transición en una ciudad de provincias, la apartó del 'barro' periodístico y la llevó a una mesa de la Redacción muy en contra de su voluntad, aunque en sus sucesivas responsabilidades ofreció clases magistrales de profesionalidad, de bonhomía y de una calidad humana que supo mezclar, que no agitar, con el carácter rotundo de mujer rebelde que Esperanza traía de serie.
Porque eso fue sobre todo Espe, una rebelde en un tiempo estúpido que despreciaba talentos por la mera condición sexual de su titular. El suyo, su talento, seguramente, en otro momento histórico, se habría descubierto destinado a dirigir este periódico. No por genética, o no sólo por genética, sino por la capacidad, el conocimiento y las habilidades que había demostrado. Evidenció tantas, si no más, que quienes alcanzaron ese destino. Ella jamás lo sugirió siquiera. Ni quien esto firma lo oyó nunca ni de su boca ni de boca intermedia alguna. Tal era su rebeldía que ni se permitió jamás en su entorno profesional una queja que pudiera malinterpretarse.
Esperanza se fue como vivió: a su manera. El cáncer que hace tantos años la habitaba no ha conseguido fulminarla («este bicho no va a poder conmigo», le aventuró a otro histórico de este periódico). Eligió un mal catarro para regalarse una despedida inesperada el mismo Día de Reyes. Y lo hizo como hizo todo en su vida, sin quejarse. Rebelde siempre.
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