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El movimiento es la esencia del mundo. 'Todo fluye, nada permanece', sostenía Heráclito. Y... 'clic', el espejo de la cámara parpadea alocadamente y el planeta se congela para siempre. Algunas de esas instantáneas (qué bonita etimología) recibirán la efímera gloria de la tinta y el papel. Otras se perderán en los archivos informáticos como códigos binarios, de la misma forma que antes se extraviaron en cajas, armarios, lepismas y penumbra.
Convertir el movimiento en momento es el objeto de los fotógrafos, una alquimia diaria que nace de sus ojos y, después de metamorfosearse en negativo, jpeg, secantes, zinc o cuatricomía, dependiendo de la época, reaparece en miles de córneas para reconstruirse en lo que primigeniamente fueron: instantes de luz. Instantes que cuentan historias, que apuntalan la realidad, que forjan una cabecera, una región o una sociedad. Lo que fuimos, nunca lo que seremos. Eso llegará en el periódico de mañana o el de pasado, en la web de dentro de unas horas. Luego siempre.
Capturar esos retazos de realidad es la tarea de los fotógrafos, esos hombres y mujeres cámara en ristre que vagan por las calles como los titiriteros. Es tarea de Juan Marín, de Justo Rodríguez, de Sonia Tercero, de Miguel Herreros, de Fernando Díaz, de Irene Jadraque, de Süleyman Evran... Jóvenes recién llegados y veteranos que ya publicaban en estas páginas cuando Franco aún se paseaba achacoso por El Pardo. Todos con idéntico objetivo, pero con personalidades marcadas. Porque la fotografía es retrato, pero mucho más. Aunque usted no se haya parado a pensarlo, este Diario LARIOJA a cuya ventana se asoma para conocer el mundo está filtrado por ese puñado de pares de ojos que nunca se cansan de mirar, aunque «mirar cansa», como explica casi místicamente Justo Rodríguez.
Son fotógrafos con sus historias y sus circunstancias, seres pudorosos que buscan fuera lo que herméticamente cobijan en su interior. Y que en el brete de elegir una foto de su archivo histórico acaban desembrollando retazos de sus vidas.
Juan Marín, que en las elecciones de 1989 firmó sus primeras fotos en 'La Rioja del Lunes', con Rebeca González Garnica al mando, elige una imagen en blanco y negro de la procesión de la Virgen de la Esperanza, con una prostituta que ve pasar las andas frente al Caballo Loco, en Rodríguez Paterna. «Fue la primera foto que ponderaron mis compañeros de redacción. Acababa de entrar en el periódico y no se publicaban demasiadas imágenes alejadas del reportaje clásico, con un público de edad avanzada... Esta era una foto que podía levantar ciertas susceptibilidades», recuerda.
Minifalda, botas altas y top negro frente a un fondo blanco, pared desconchada y un rasguño en la exposición que aporta aún más verdad al instante. «Vi a la mujer y mi instinto fue irme detrás para ver cómo vivía el momento. Para mí tenía la misma dignidad que cualquier otro procesionante», rememora Marín. 'Clic'. «Quería ver su punto de vista, meterme en su lugar», añade y, al mismo tiempo, hacer lo que siempre ha sido el sello del gaditano:«Buscar la foto distinta, el momento efímero». «Siempre he huido de lo oficial, a riesgo de perder la foto. En ocasiones nos llevan en rebaño y me parece aburrido, además de poco veraz. Son fotos preparadas, las que propone la oficialidad, y no me gustan», argumenta Marín. Por eso recuerda tiempos pasados, de blanco y negro, de incertidumbre en el revelado (¿estará la foto?) y, por qué no, de magia. Porque ver materializarse un instante en la penumbra, entre geles y fijadores, era cuestión casi de milagro. «Se ha perdido algo de autenticidad. Antes no podías añadir, quitar.... Era lo que tenías y lo que tenías siempre resultaba incierto», rememora sobre ese Logroño de los 90 en blanco y negro en los que lo máximo para un fotógrafo podía ser recibir el halago de Alfredo Iglesias o de Blaki, de Cámara Oscura, «los grandes fotógrafos de ese momento», recuerda Marín.
En los asuntos peliagudos, cuando hay manos que se empeñan en poner velos a la realidad, conviene contar con un Juan Marín. Díganle que lograr esa imagen es imposible... y la tendrán. Porque los retos son la esencia de un fotógrafo chispeante, bueno y perspicaz. Y despistado. Un fotógrafo al que enviaron a Belgrado y, antes de salir de la redacción, por eso de comprobar, le preguntaron por el pasaporte. «¿Pasaporte para ir a Belorado?», respondió. Genio y figura.
Lo distinto es la esencia de Juan Marín, como la composición es el arte de Justo Rodríguez, que logra enhebrar línea, forma y color para que la realidad exhiba su mejor cara. Tal vez por eso haya elegido un recuerdo del derribo de La Manzanera, con la arena y la barrera aún dispuestos a aguantar las embestidas de algún cinqueño bravo, mientras el graderío e incluso la ciudad parecen haber caído arrasados por una bomba atómica. 'Clic'. «Y está la casualidad de ese coche rojo aparcado al lado y cubierto por el polvo», se sorprende Justo Rodríguez cada vez que observa la foto.
Pero no se trata de la pura composición. En las tablas de La Manzanera se dejaron las manos varias generaciones de sus ancestros, que cuidaron la carpintería y también ejercieron como conserjes de la plaza. Así que en ese instante de derribo también hay un sentimiento de lo que se fue, un «vínculo sentimental», como reconoce el fotógrafo. Pero también brilla su personalidad, que resulta tan sencilla y tan compleja como esta máxima:«Intento encuadrar y que todos los elementos aparezcan de manera equilibrada». Simple tal vez en un estudio, cuestión de malabarismo en la vida real, en la fotografía de prensa, llena de urgencias, momentos singulares y lugares comunes. Pero Justo Rodríguez ha conseguido una mezcla muy personal, de la que reniega por pudor, pero que resulta fácilmente reconocible. Incluso Chema Conesa, uno de los grandes de la fotografía española, se lo espetó un día:«Justo, tú tienes autoría».
Justo Rodríguez lo ha tenido muy 'fácil' en la fotografía. La primera que publicó en estas páginas, para un suplemento de agricultura, era la de un surco que atravesaba un terreno labrado. Así que solo tenía que seguirlo. Pero en estas décadas, Justo ha regado, mimado, labrado y abonado ese renque hasta convertirlo en un fértil y reconocible campo de colores y esencias. Un fotógrafo que construye un mundo mejor, nada más ni menos.
Y esa autoría tal vez nació de un error de libro, de un fallo que tuvo que corregir a lo largo de los años. «Me hice fotógrafo por vago», se ríe Justo al recordarlo. «Un día, ayudando a Bernardo Pérez con la iluminación cuando era yo un veinteañero, me preguntó qué quería en la vida y le respondí que paz y tranquilidad», rememora. «Pues dedícate a la filosofía», le respondió el maestro consagrado. Y el aldabonazo fue tan grande que Justo comenzó a ahondar en «una formación humana de la que carecía entonces», y que le ha permitido ser el discreto protagonista de sus imágenes.
Fotos que no se cansa de tomar, incluso sin máquina. Porque Justo encuadra la vida y se comenta las fotos que le rodean: ese viejecito que cruza la calle, el contraste del color de un abrigo y un accidente, un apasionado beso juvenil...
Que el mundo es una fotografía es algo que hace medio siglo ya había empezado a comprender Miguel Herreros, que inició su carrera en Nueva Rioja para luego colaborar en La Gaceta, abrir su propia tienda (Foto Rioja), recalar en El Correo y retornar al punto de partida en una trayectoria que no acaba porque el fotógrafo sigue afrontando cada día con la ilusión del primero. «Me he ganado la vida en algo que me ha encantado. He sido muy feliz», explica un profesional que ha destacado por una casi imposible capacidad de cumplir. A Miguel Herreros, día sí y día también, se le acumulaban tres y cuatro fotos a la misma hora en distintos lugares. Y siempre las lograba. «Iba pronto al primer sitio y preparaba la imagen. Llegaba al segundo a la hora, me marchaba corriendo y cuando en la tercera se estaban a punto de ir, les volvía a colocar», recuerda. Y siempre con una sonrisa que no enmascaraba su principal objetivo: conseguir la fotografía.
Y en eso Miguel Herreros ha sido un hacha, aunque le costase tiempo... y dinero. «Si iba a los toros en San Mateo, por ejemplo, gastaba 14 carretes de 36 fotos porque buscaba la mejor foto. También en el fútbol. He disparado mucho», recuerda un currante que en los 90 encadenaba jornadas de doce y catorce horas que se acababan empalmando carretes para enviar a los corresponsales de El Correo. Disparar, revelar, tratar, organizar... todos los aspectos de la fotografía con un único fin:«Trasladar el tema al lector, ser un fiel reflejo de lo que pasa».
Tal vez por eso y por su carácter, Miguel Herreros de todos los disparos realizados, se queda con una imagen de la Batalla del Clarete de San Asensio, una explosión de alegría y vino en la que el líquido se rompe entre los rayos de luz antes de llegar a los 'guerreros'. 'Clic'. «La fiesta te abre muchas posibilidades en la imagen», recalca.
Entre la posibilidad de pasear como un jubilado o seguir con el equipo colgado a la espalda y la cámara al hombro, Miguel Herreros solo puede elegir la segunda. «Sigo siendo muy feliz con la fotografía», explica pese a los fines de semana fuera, las celebraciones familiares perdidas, las largas horas de trabajo... «Todo el día en la calle y siempre sin horarios» son el peaje a pagar por una afición convertida en forma de vida.
Reflejar el mundo es una esencia consustancial al fotógrafo desde el nacimiento de este arte. Pero también intentar cambiarlo. Y a eso se aferra Sonia Tercero, a la esperanza de remover conciencias. «No quiero ser una fotógrafa que pasa de puntillas, quiero contar la historia de mi vecina, llegar donde en ocasiones no nos dejan llegar, y desvelar lo que algunos no quieren que se vea», recita.
Cambiar, acabar con estereotipos y romper con tabúes externos o internos fue lo que Tercero consiguió con la foto que ha elegido para ilustrar estas páginas: tres mujeres mastectomizadas que posan desnudas en una foto que fue portada del periódico en un Día Mundial contra el Cáncer. «No quería el típico posado mirando a la cámara. Había visto trabajos en esa línea, pero igual eran un poco fuertes para lo que acostumbramos en nuestra región. De todas formas lo propuse y todas dijeron que sí», recuerda.
Sonia Tercero busca el impacto social tras el impacto visual, aunque en ocasiones eso obligue a «llevarse heridas». Para ella, las personas no son un mero retrato, sino historias que se cuelan en su vida y le acompañan siempre. «Haces las fotos pero no te olvidas. Creas vínculos con el fotografiado porque quieres que su historia cause algo en los demás, como a ti te lo ha causado. Deseas provocar una bofetada de realidad», concluye.
De ese retrato, como de otras muchas imágenes, Sonia aprendió mucho gracias a «mujeres generosas en todos los ámbitos que intentan ayudar desde su experiencia. Fueron muy valientes y logramos impactar en el público», recuerda Sonia Tercero.
Sorprender, componer, ser espejo y motor de cambio son cuatro de las esencias de la fotografía de prensa. Y son las características de cuatro nombres que sirven de ejemplo, pero que son solo algunos de las decenas de fotógrafos que durante más de un siglo han convertido el fotoperiodismo de Diario LARIOJA en una de sus señas de identidad y en una forma de hacer historia.
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