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El puente de la cárcel de Sevilla Andrés Canovas y Gallardo (El Pardo, 1856-?) Realizado en 1884. Óleo sobre tabla de 26,5 x 15,5 centímetros. Estaba en buen estado de conservación. Pertenecía al Museo de La Rioja
Los paisajes perdidos del Museo
CULTURA

Los paisajes perdidos del Museo

Los tres cuadros que un visitante de la pinacoteca riojana robó en el año 2001 siguen en paradero desconocido Los óleos, de pequeño tamaño, estaban valorados en 450.000 euros y el ladrón se aprovechó de las nulas medidas de seguridad del viejo Museo de La Rioja

PÍO GARCÍA pgarcia@diariolarioja.com

Domingo, 10 de noviembre 2013, 11:25

No los busquen en el renovado Museo de La Rioja. No están. Desde hace doce años, nadie sabe quién los esconde, dónde los ha metido y para qué demonios los quería. Son tres pequeños cuadros (óleos sobre tabla), bien conocidos y catalogados, de otros tantos pintores españoles del siglo XIX: Agustín Lhardy, Aureliano de Beruete y Andrés Cánovas. Hasta el día 19 de octubre del 2001, todos ellos estaban plácidamente colgados de las paredes del viejo Museo, en la sala dedicada a la pintura decimonónica. Pero aquel viernes, hacia las ocho de la tarde, entró un fulano, subió a la tercera planta, separó la pintura de sus marcos, se metió las tres tablas debajo de su abrigo y salió tan pimpante, por la puerta principal. No necesitó excavar agujeros ni asaltar el edificio de madrugada ni burlar las sirenas ni utilizar herramientas sofisticadas ni esconderse de las cámaras ni todas esas cosas que pasan, en fin, en las películas americanas. «Fue un trabajo limpio», resolvió, apesadumbrada, la directora del Museo, María Teresa Sánchez Trujillano.

Del robo se apercibió un visitante anónimo, que hacia las 20.30 horas del mismo viernes preguntó por los tres marcos sin cuadro que se veían en las paredes. «¿Los están restaurando?», preguntó a los funcionarios. Los interpelados lo negaron y dieron un respingo: minutos después, comprobaron que alguien se los había llevado. Las primeras pesquisas apuntaban hacia un hombre, de unos 50 años, que había bajado las escaleras «más rápido de lo normal», según recordaba un vigilante. Guardia Civil, Policía e incluso la Interpol se pusieron a indagar el asunto, pero sin resultados. Un año después del suceso, el entonces director general de Cultura, Domingo Rivera, anunciaba enigmático: «Hemos sembrado para luego recoger». Doce años más tarde, parece que la cosecha aún no ha llegado.

Cada una de las obras estaba valorada en 150.000 euros, pero su venta no iba a resultar tan sencilla como su robo. Según los especialistas, son cuadros bien catalogados, de autores conocidos y cuya pista podría seguirse sin problemas. Para colmo, dos de ellos (los de Lhardy y Beruete) eran propiedad del Museo del Prado, que los tenía cedidos a la pinacoteca riojana. «Cualquier obra de este tipo está lo suficientemente catalogada como para hacer imposible su venta», reflexionaba días después del incidente el director del Prado, Fernando Checa. Y concluía: «Es un robo difícil de interpretar».

El suceso reveló la ridícula seguridad de la pinacoteca: apenas cuatro bedeles, divididos en dos turnos. Y punto. Ni cámaras (consideradas entonces por sus responsables «ortopedias antiestéticas») ni detectores electrónicos ni otros sistemas antirrobo. La dirección del Museo ya había pedido en 1998 mayores medidas de seguridad, pero las autoridades decidieron postergarlas hasta acometer su reforma integral, un proyecto que ya acumulaba años de retraso y que solo ahora se acaba de concluir. Aquella «sacudida» obligó a adoptar medidas provisionales y urgentes, hasta que comenzaran las obras de remodelación: se instalaron 14 cámaras, se controlaron los accesos y se puso un guardia jurado. «Es solo uno, sí, pero grande como una montaña», enfatizó el director general, Domingo Rivera.

En el nuevo Museo de La Rioja tal vez no haya un vigilante de dimensiones tan asombrosas, pero se supone que las medidas de seguridad son las que necesita un espacio expositivo del siglo XXI. Para Lhardy, Beruete y Cánovas, sin embargo, llegan doce años tarde.

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