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PASCUAL PEREA
Domingo, 16 de diciembre 2012, 01:54
Es el fin de una época. Para las 1.500 familias que viven de la actividad de la central de Santa María de Garoña, para los colectivos ecologistas que durante décadas han luchado por su cierre, para los ayuntamientos de las Merindades que obtienen jugosos ingresos de su presencia, e incluso para las 250.000 familias cuyo consumo eléctrico suministra el reactor de la planta burgalesa. Es la más antigua en activo y, con mucho, la que menos electricidad produce en España -apenas el 6% de lo generado por los ocho reactores actualmente en funcionamiento-, pero su cierre, anunciado para esta misma noche, según Nuclenor, dejará un notable vacío en la comarca. Máxime cuando el Gobierno acaba de reconocer que el plan para su reactivación económica «estará sujeto a la disponibilidad de recursos y al cumplimiento del déficit del Estado». La central nuclear se encuentra a tan sólo 30 kilómetros de la Comunidad Autónoma de La Rioja.
La mayoría de los negocios, cuando dejan de serlo, bajan la persiana y a otra cosa, mariposa. Pero una central nuclear rinde un balance capicúa: requiere de una brutal inversión inicial, es una máquina de hacer dinero cuando está en marcha y cerrarla supone otro importantísimo dispendio. Los propietarios de Garoña -Iberdrola y Endesa, socios paritarios de Nuclenor- aún no se resignan a su inminente clausura, pero el Ministerio de Industria tiene sobre la mesa desde diciembre del 2011 un Plan Preliminar que esboza el futuro desmantelamiento de la planta. Lo realizó la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos, Enresa, y detalla el largo proceso a través del cual el valle de Tobalina recuperará el aspecto que tenía en los años sesenta del pasado siglo, antes de la irrupción de los ingenieros y las excavadoras en este bonito meandro del Ebro.
No se trata de un simple trabajo de demolición. Entre los componentes y residuos de una central nuclear hay algunos que continuarán siendo radiactivos durante decenas de miles de años y no existe por el momento ningún tratamiento efectivo de descontaminación para ellos. Constituyen una auténtica 'patata caliente' que dejaremos a futuras generaciones, y la única forma de manejarla sin correr el riesgo de escaldarse es ponerla a buen recaudo -bien aislándola, bien enterrándola a gran profundidad- hasta que aparezcan las tecnologías capaces de resolver el problema.
Una demolición 'total'
Para hacerse una idea de la complejidad de la tarea que espera en Garoña, se puede examinar el desmantelamiento de la central nuclear José Cabrera en Zorita (Guadalajara). El primer reactor construido en España fue parado definitivamente el 30 de abril del 2006, tras producir en sus 37 años y pico de actividad un total de 36.515 millones de kilovatios hora -el de Garoña ha generado hasta el momento casi cuatro veces esa energía: más de 130.000 millones de kilovatios hora-. El Estado se hizo entonces cargo de las instalaciones y, en febrero del 2010, se las entregó a Enresa para su demolición como 'explotador responsable'.
Hasta el 2016, una brigada de trabajadores -cerca de 250 por término medio- se dedicará a desmontar equipos y sistemas, derribar edificios, descontaminar materiales y terrenos, separar los residuos radiactivos de los convencionales y trasladarlos a distintos lugares para su tratamiento y reciclaje, y finalmente, restaurar medioambientalmente el emplazamiento. «El desmantelamiento que se aplica es total: terminado el proyecto, el lugar podrá ser utilizado para cualquier uso que estime su propietario», explica un portavoz de Enresa.
Liberarlo no será barato: se presupuestó en 135 millones de euros según cálculos del 2003, lo que hace razonable calcular que el coste real se dispare por encima de los 200 millones de euros.
De todas las tareas descritas, la más importante es, sin duda, la retirada y gestión del material radiactivo acumulado. Cien mil toneladas de escombros generados en la central nuclear José Cabrera son desechos convencionales y otras 4.000, residuos radiactivos. Casi todos de muy baja, baja o media actividad, que se envían para su tratamiento y custodia a El Cabril, una instalación cordobesa destinada al almacenamiento definitivo de este tipo de residuos en forma sólida hasta que su radiactividad se disipe, lo que debería suceder en un plazo inferior a 30 años.
6.600 años de radiactividad
El problema está en las 218 toneladas de residuos de alta actividad radiactiva procedentes del combustible gastado -la mayor parte- y de algunos componentes internos del reactor. Estos residuos emiten radiación alfa, beta y gamma, además de generar calor como consecuencia de la desintegración radiactiva. Están formados por uranio y otros productos de la fisión del combustible, entre ellos diferentes isótopos del plutonio cuya actividad tardará hasta 6.600 años en desintegrarse.
El primer paso tras la parada del reactor de Garoña, por tanto, será sacar el combustible gastado de la piscina. Cada veinte meses, aproximadamente, las centrales son paradas para efectuar la recarga del uranio 235 cuya fisión en cadena produce la energía nuclear. El combustible agotado, en forma de pastillas, se introduce en unas barras de cuatro metros y pico de longitud que, a su vez, son sumergidas en unas piscinas, dado que el agua blinda perfectamente la radiactividad y, al mismo tiempo, refrigera este uranio del calor que emite durante el proceso de desintegración.
Todo este material altamente radiactivo acabará en el futuro Almacén Temporal Centralizado (ATC) de Villar de Cañas, en Cuenca. Se llama así porque está licenciado para almacenar los residuos más peligrosos -unas ocho toneladas anuales- durante 60 años -«en otros países se autorizan para un siglo», detalla el experto de Enresa-, un período suficiente, confían, para que se desarrolle una tecnología capaz de desactivarlos. Científicos franceses, finlandeses y estadounidenses estudian actualmente las posibilidades del proceso denominado de transmutación, consistente en inyectar los residuos en rocas estables, salinas o arcillosas en formaciones geológicas profundas, a 700 metros bajo el suelo.
Otra cuestión es si este ATC nacional, cuya construcción fue aprobada por el último Consejo de Ministros del pasado año y cuya apertura está fijada para dentro de cuatro o cinco años, estará listo a tiempo para acoger los residuos de Garoña. Expertos de Enresa se muestran optimistas. «Incluso si no está lista aún la sala de procesos del Almacén, podrán quedar ubicados de forma transitoria en la sala de espera que se construirá en primer lugar», señalan.
El futuro ATC albergará el 99% del combustible gastado a lo largo de 40 años de actividad de la industria nuclear española, así como otros desechos radiactivos médicos e industriales. También se trasladarán allí partes del cajón del reactor de Garoña, ya que tiene una actividad radiactiva excesiva para ser trasladado al depósito de baja radiactividad de El Cabril.
Contrataciones en la comarca
La comarca de las Merindades, a la que el cierre de Garoña dejará sin una lucrativa fuente de ingresos -el pasado año empleó directamente a un promedio de 843 personas de sesenta empresas y su impacto económico en la zona fue de 44 millones de euros-, paliará esta pérdida de forma transitoria con su demolición: en la medida de lo posible, personal, servicios y empresas involucrados en el proceso de desmantelamiento serán contratados en la propia zona. «Será el chocolate del loro», se resigna un veterano trabajador de la planta.
Los trabajos deberían comenzar, previsiblemente, tres años después del cierre de la central, y se prolongarán durante otros seis, lo que permite aventurar que, si se cumplen los plazos, el valle de Tobalina completará su regreso al pasado en el 2023.
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