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PABLO GARCÍA-MANCHA
Jueves, 5 de enero 2012, 01:46
Los políticos siempre llevan adosados un halo de decepción, de desencanto. No lo niego: voté a Rajoy pensando que el país necesitaba no ya un volantazo; si no un giro radical en cuanto a políticas, filosofías y estrategias. Lo voté por exclusión, no por afinidad: no había otra cosa y lo que quedaba a su alrededor no lograba motivar mis esperanzas de una regeneración posible y realista. Sin embargo, me atosigaban las dudas sobre el Partido Popular y sus políticas en comunidades como Valencia (está en la quiebra con un gasto público desmesurado), el déficit elefantiásico del Ayuntamiento de Madrid, o los coqueteos nacionalistas en Galicia y Cataluña, donde los populares o alientan o callan ante la anticonstitucional y degradante inmersión lingüística. Rajoy, además, no es que me emocione; más bien me aburre. Pero le voté porque hablaba de cosas razonables y en comparación con la fantasía de ZP, anhelaba para España un presidente normal. Sin embargo, las primeras de sus medidas -subir salvajemente los impuestos a la clase media- constituye un atentado de lesa traición porque durante la campaña aseguró una y otra vez exactamente lo contrario, a sabiendas de que el déficit iba a superar claramente el 8 por ciento, tal y como había advertido Funcas en un informe. Pero qué sucede, que Rajoy (socialdemócrata sobrevenido) sabe a la perfección que las millones de personas a las que piensa sangrar no van a salir a la calle a montar barricadas y a generar la inestabilidad social que tanto teme el Partido Popular si se hacen las reformas que realmente necesita España: es decir, la laboral en primer lugar. Y no para despedir, todo lo contrario, para que contratar a alguien no sea firmar para una empresa su acta de defunción.
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