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OJO DE BUEYBERNANRDO SÁNCHEZ
Domingo, 11 de diciembre 2011, 01:56
El pasado domingo, a muchos kilómetros de aquí, me enteré por tres llamadas consecutivas de tres amigos que Teo había muerto. Lo había visto por última vez hacía poco. De lejos, a la altura del Espolón. Era un Giacometti con gorra, caminando sobre un suelo llovizneado y brillante. Me alegré tanto. Pensé: qué bien, hombre, ahí sigue Teo. Contra todo pronóstico. Contra todo lo que él mismo había vaticinado sobre la proximidad de su muerte; con la de veces que la había comentado y autorretratado sin dramatismo, sin tapujos, con ironía, con arte; alguien como Teo que no guardaba distancia académica o profesional con su trabajo plástico sino que, con asiduidad, sobre todo en los últimos tiempos, era él mismo la materia encarnada, el cuerpo presente, el texto. Teo es, entre las personas que en este país han donado cada día de su vida a la creación artística, uno de los libros más abiertos y más cerrados que se conocen. Es a la vez que una de sus cajas múltiples o que un ejemplar único de su propia Biblioteca de hierro, una escritura desplegada, sobre piel desnuda, propia y ajena, un jeroglífico expandido. Una naturaleza. Teo era una naturaleza, un jardín Teo Sabando. Repleto, metamórfico, glosado, plagado de ángeles alfabéticos encaramados a las copas de los árboles. Su piezas eran una escritura y su escritura adquiría el volumen de cualquiera de sus piezas. Todo era elocuencia, discurso, poema, ensayo, sobre un soporte distinto en cada caso. Era un Leonardo del laberinto, un Virgilio de los jardines que se bifurcan. Teo era, también y sobre todo, una pieza del taller de Teo Sabando: una anatomía, una caligrafía, una fotografía, un vídeo, una herramienta, un grabado, una caja traslúcida, una cifra, un mapa, un concepto (muchos, en rama). Teo no exponía: Teo plantaba. Se plantaba, en tinta, en madera, en alabastro, en , en papel fotográfico, en hierro. El jardín continuo de Teo Sabando, el que fue habitando, era un gran tablero al que iba sumando figuras, acompañadas de sus correspondientes versículos, imágenes y pensamientos. Era un teatro de juegos reunidos, en el que se jugaba con el curso, ubicación, tamaño y sombra de las palabras y de las ideas, con los interrogantes inscritos en el aire del cuadro. Teo nunca abandonaba su jardín. Era, muy al contrario, imprescindible para su activación. En cualquier caso, siempre parecía que el espacio que organizaba habría de motorizarse a partir de uno de sus componentes. El rigor de Teo era del calibre de su humor; su conceptismo, del calibre de su amabilidad; su complejidad, del calibre de su sencillez; su barroquismo, del calibre de su ascetismo; sus referencias, del calibre de su originalidad. No iba a desperdiciar Teo Sabando el plazo incierto hasta su fallecimiento. Quedaba obra por plantar. Y culminó su gestión como jardinero: el en las traseras de Santiago, durante ; el 'jardín de invierno' instalado al abrigo de la Casa de la Imagen; sus sesiones en el programa Praxis del Artium de Vitoria, en la primavera del año pasado (siempre recordaré la mesa preparada con los materiales para que Teo actuara ante los espectadores: ésa era la obra) y la intervención en Sajazarra, en agosto de este mismo año, en la que propuso definitivamente la cosmogonía: un artefacto mitad libro, mitad caja, mitad ciudad, para volver a crear el mundo. Jesús Rocandio, gran amigo y colaborador suyo, cuando me comunicó la muerte de Teo me pidió que intentará hacer ese día algo provechoso en su memoria. Tardé unos días en poder hacerlo, pero el jueves me quedé un buen rato en el Guggenheim de Bilbao ante la cabeza de de Brancusi, pensando en Teo mientras contemplaba tan hermosa, blindada, dorada y serena caja de todos los sueños.
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