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PABLO GARCÍA-MANCHA
Jueves, 6 de enero 2011, 01:44
Confieso que he vivido con lejanía la reaparición de Francisco Álvarez Cascos y que lo último que sabía de él es que tenía una novia galletita, rubia como la cerveza y alta y delgada como una farola. Cascos, con esa nariz aplastada de boxeador, se queja ahora del despecho de su partido a sabiendas de que la esencia de los partidos es exactamente la que impuso él cuando mandaba en el PP a la sombra de José María Aznar durante sus dos lustros como secretario general; es decir, el manejo de la maquinaria interna y electoral como supremo engranaje de las ideas y de las personas, como insondable de la elaboración de las listas y de los cargos cuando sonríe la temible Ley d'Hondt. Ahora manda Rajoy y Cascos, el nuevo agitador asturiano sin poder, no tiene ninguna posibilidad de medrar a la sombra del gallego ni de inquietar a María Dolores de Cospedal desde en Naranco de Bulmes o desde cualquier cita de Jovellanos con las que suele florear sus metálicos discursos de antracita: «Quienes diseñaron el Gal quieren liquidar al PP», ha llegado a decir. Cascos asegura ahora que Aznar siempre facilitó el debate y que jamás toleró una desconsideración, pero olvida lo que hizo su admirado mentor con Cataluña, cuando tiró por el sumidero de su partido a Aleix Vidal Cuadras, traicionó a sus votantes de aquella comunidad y puso de ministro al convergente Josep Piqué sin saber siquiera que existía. Alguien muy cercano a Pujol le dijo: «Josep, tienes que hacer algo muy importante para nosotros; serás ministro y además te tendrás que afiliar al PP». No jodas; no me hagáis esto, contestó Piqué. Unos años después, el mismo y fascinado Aznar lo convirtió en líder catalán del PP hasta casi hundirlo. ¿Se acordará Cascos de aquellas historias?
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