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PABLO GARCÍA-MANCHA
Jueves, 4 de noviembre 2010, 01:35
El monje ecónomo del monasterio de Valvanera se llevó la pasta gansa y se dio de baja de sus hábitos, quién sabe si por amor o por verse atraído por la desmesurada vida que se concita extramuros. No sé de este caso más que lo publicado, lo que dicen los papeles de su fuga, de su romance esquivo y de su torva querencia por la Visa benedictina con la que jugó más de la cuenta para tentar al diablo de los billetes, no demasiados, por cierto. Parece que ni dios sabe de hábitos y las debilidades del hombre se manifiestan en cualquiera, aunque existe un morbo especial cuando acontece el caso de un fraile rufián o de un cura pizpireto que cae embelesado en amoríos a sabiendas de que en los pueblos conocen lo suyo con fulanita y que en las sedes episcopales lo callan. Curas enamorados siempre ha habido; y monjes choricillos también, de la misma manera que existen periodistas que mienten a sabiendas y lo firman, o jueces que prevarican, o policías conchabados con los malos. Para muchos, es ley de vida hacer de la paradoja un oficio, un estilo, una seña de identidad. A un monje se le supone recogimiento, vida contemplativa, oración; a un periodista se le exige veracidad, rigor, método; y a un policía, sabiduría para aplicar la ley sin abuso o desmesura. Pero ¿qué no exigimos a nosotros mismos? Puede que nos riamos del monje, que nos burlemos del periodista que calla lo que sabe o farfullemos del guardia que se pasa, pero en el fondo sabemos que la carne puede ser débil y que mucho antes de juzgar a los demás, hay que ser capaces de mirarnos nosotros mismos al espejo y no salir despavorido comos hizo el monje al ver el enjambre de cámaras y reporteros en la puerta del juzgado.
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