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RUBÉN LAPUENTE
Viernes, 19 de enero 2018, 23:56
La poesía quizás sirva para poco, pero, alguna vez, una metáfora, un verso, explican el mundo o te muestra la belleza que el trajín de los días esconde y no atiendes. El relámpago de unos versos, a veces te señala un nuevo camino, otra manera de pensar: «Para cambiar el mundo cambiemos la forma de nacer». Esa frase, te lleva a otro lugar virgen, y desde ahí, preguntas y comprendes que no importa tanto donde sea un parto, sino cómo. Se trata de reconocer el parto y el nacimiento como hechos biológicos, no patológicos, como procesos normales de esta perfecta y a veces, cruel Naturaleza de la que somos parte como humanos. Supongo que dar a luz y sus horas posteriores es mejor hacerlo, por seguridad, en un hospital que en casa, pero no sé si en el San Pedro tienen habitaciones preparadas para un parto así, natural. Y hay enlazo con la poesía, con mi poema, para comprender mejor lo que quiero trasmitir: El cambiar la forma de nacer, para que la madre y el bebe sean una comunión total, un piel con piel pero en un sitio cálido, tranquilo, y sin un segundo de separación. No sé si cambiaría el mundo pero seguro que las mujeres que lo hicieran estarían más orgullosas de haber parido así...
La mujer entró en la habitación. Anochecía. Por las ingles le resbalaba un agua rosa rota. Le seguía el hombre con el corazón orgulloso, agitado, delicado con ella. Una mujer de uniforme, la sonreía, la animaba. Y al cerrarle la puerta, se quedó por detrás, esperando, entre bambalinas, esa voz desde la entraña. Todo estaba en penumbra. En silencio. Todo era íntimo como una suave caricia. Para empujar y abrir una luz, la vida, a ratos, tironeaba de la mujer, que, entremedias, adiestrada, primeriza, jadeaba como si fuese el fuelle de una lumbre dormida. El hombre, entretanto, con las manos, por todo el cuerpo, la acariciaba, la dilataba, e iba haciendo de su carne lo que el panadero con harina, agua y fuego al alba. Y en el rostro de ella se saboreaba la solitaria belleza del dolor sin sufrimiento.
El grito desde la entraña, abrió la puerta. Y sin tocarla ni un solo temblor del vientre, la mujer se subió a la misma barca del hijo timonel, que empujaba, que retrocedía, que coronaba la cabeza en el espejo que guiaba el hombre, hacia los ojos de ella... Pegajoso y sucio de sudor de amor, latiendo aún del cordón sin pinzar flujos de sangre de vida, piel con piel, sobre el vientre de su madre le dejaron respirando claridades. Y al olor del calostro del pecho comenzó a reptar hasta la caliente ubre de nieve... Y sin separarlos, se quedaron los dos, al mismo tiempo dormidos.
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