La campaña de las elecciones catalanas del próximo domingo es la primera en la que todas las fuerzas políticas demandan una reforma del sistema constitucional. Naturalmente, las reformas que cada fuerza pone sobre la mesa son distintas y, en ocasiones, opuestas entre ellas y con ... otras que se demandan en otras Comunidades Autónomas; pero la coincidencia en la necesidad de la reforma y su orientación a un incremento de la autonomía catalana es significativa. Nadie defiende ya en Cataluña que el movimiento independentista puede ser ignorado o desactivado simplemente con el mantenimiento de la situación actual.
Así, puede adelantarse ya un primer elemento del escenario postelectoral en Cataluña: la necesaria referencia a las inmediatas elecciones generales y a la respuesta que cada una de las demandas de reforma (o ruptura) van a encontrar en el nuevo Congreso de los Diputados. Las elecciones catalanas, en este sentido, no significan la resolución, en uno u otro sentido, del debate catalán, sino el (con suerte) penúltimo acto de un proceso cuyo desenlace se juega en las próximas elecciones generales y la subsiguiente legislatura. Todas las alternativas implican una apelación al nuevo Parlamento español para que bien aborde una reforma del sistema autonómico, bien asuma una eventual declaración de inicio del proceso de independencia y la canalice en un referéndum específico, escenario menos probable que dejo al margen de este artículo.
Desde hace meses, todas las fuerzas políticas españolas vienen diseñando alternativas políticas de reforma que puedan desactivar en algún grado la movilización política independentista y generar una movilización alternativa en favor de un modelo constitucional común. La falta de alternativas ilusionantes hasta ahora ha llevado a que, quemados o rechazados los cartuchos de la reforma estatutaria, el pacto fiscal o iniciativas similares, solo la reforma constitucional parezca tener una fuerza integradora comparable, en el mejor de los casos, a la propuesta independentista.
Pero la reforma constitucional exige algunos elementos de los que la ilusión independentista puede prescindir: un contenido mínimamente definido y un procedimiento que incorpore el apoyo no solo de la mayoría de escaños y votos (un mínimo que en Cataluña se presenta como suficiente para la independencia) sino de la generalidad de las fuerzas políticas y de una amplia mayoría de los ciudadanos españoles.
Una primera opción limita la reforma a introducir la posibilidad de un régimen especial para Cataluña, más o menos concreto, lo que cuenta con algunas ventajas: mayor facilidad de aprobación, mayores posibilidades de consenso (proporcionales a la apertura e indeterminación de la cláusula catalana) y el retorno a la idea de un modelo territorial claramente diferenciado para algunas comunidades. A cambio, tal cláusula difícilmente tendrá un efecto integrador para los ciudadanos del resto de España, despierta temores de discriminación y deja de nuevo su concreción efectiva a la legislación futura, con el riesgo, bien conocido, de que cada cual entienda a su modo los nuevos preceptos constitucionales y el pacto político que incorporan.
Una segunda opción, en cambio, parte de la idea de que los problemas del modelo autonómico denunciados desde Cataluña son problemas generales, y su solución debe valer también para el resto de comunidades o, al menos, para los que así lo deseen; se defiende así una reforma general del modelo autonómico, que pasaría por una reconsideración del sistema competencial, afirmando el carácter exclusivo de algunas competencias (sobre todo educativas), lo que puede ser compatible con el refuerzo de las capacidades estatales en otros ámbitos; una regulación constitucional de la financiación autonómica, que garantice un nivel de recursos propios estable y clarifique (y, en su caso, limite) los flujos financieros redistributivos entre territorios; una vía efectiva de participación de las instituciones autonómicas en las decisiones estatales (que evite excesos competenciales y conflictos institucionales); y, por último, el reconocimiento de la identidad política propia de Cataluña y la implicación de las instituciones estatales en la defensa de su lengua y su cultura.
Cualquiera de las propuestas exigirá que todos los participantes acepten la incorporación de aspectos que hoy rechazan o cedan en reclamaciones que hoy consideran esenciales. Ese proceso de cesión mutua, a mi juicio, se vería muy favorecido por la ampliación del debate y la reforma a otros ámbitos de la Constitución (de la representación política a los derechos), lo que facilitaría pactos globales, normalizaría la cuestión territorial y permitiría integrar mucho más a todos los ciudadanos y no solo a quienes están preocupados por la cuestión territorial. Y también por la previsión de un procedimiento que fuese más allá de los partidos y permitiese propuestas transversales que facilitaran en acuerdo.
En cualquier caso, el éxito de una reforma constitucional no está en dar respuesta formal a demandas de una parte de los ciudadanos, sino en hacerlo mediante acuerdos asumidos por la mayoría de los españoles, con un contenido claro que el conjunto de los ciudadanos acepte como compromiso propio y de sus instituciones.
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