En los primeros compases de la campaña electoral, la relación de una Cataluña independiente con la Unión Europea ha vuelto a ocupar un lugar central. La cuestión, en un análisis estrictamente jurídico, no parece ofrecer duda: el artículo 52 del Tratado de la Unión determina ... los Estados que la integran, de manera que el surgimiento de una República catalana al margen del Reino de España dejaría al nuevo sujeto jurídico fuera de la integración europea; tendría entonces que solicitar la adhesión, procedimiento cuya iniciación y conclusión requieren el consentimiento de todos los Estados. Frente a este argumento, tradicionalmente se ha alegado el llamado principio de continuidad, por el cual un territorio donde ha regido el derecho de la Unión continuaría en ella aunque abandone el Estado miembro. Esta idea, que a día de hoy ha sido arrumbada incluso por sus promotores, los independentistas escoceses, ha encontrado una versión renovada en la última entrevista televisiva de Artur Mas, que inquirió retóricamente: «¿Existe algún precepto en los Tratados que ordene la expulsión de un territorio?» A la luz del derecho, la tesis carece de fundamento: no es necesario expulsar a quien deja voluntariamente el vehículo que le integra en la Unión, esto es, el Estado miembro. Ahora bien, la proposición de Artur Mas arroja un insidioso interrogante: ¿Qué ocurriría una vez culminada la independencia de Cataluña?
La Unión consiste básicamente en tres elementos: un mercado interior de factores productivos, el gasto público y una política monetaria común. Respecto al mercado interior, los catalanes establecidos en otros Estados como trabajadores y empresarios, o que se trasladan puntualmente para prestar servicios, tendrán que acomodarse al régimen de extranjería de cada Estado miembro. El Consejo Asesor para la Transición nacional plantea la posibilidad de negociar acuerdos comerciales bilaterales y multilaterales con los Estados miembros, pero no se debe pasar por alto que tales materias son competencia compartida con la Unión, que habrá entonces de participar en esos acuerdos (aunque para celebrarlos no siempre se requiere la unanimidad de los Estados). En lo atinente a los distintos fondos, cabe pensar que la Unión congelaría su ejecución a favor de los beneficiarios residentes en el hipotético Estado catalán. Y en lo relativo a la política monetaria, por más que Cataluña diseñara una moneda con paridad al euro, quedaría fuera de la dirección y tutela del Banco Central Europeo, cuya asistencia ha sido primordial en el sostenimiento de las entidades financieras españolas (y catalanas).
Creo, sin embargo, que el asunto primordial no reside en ninguno de los aspectos antes señalados. La reciente crisis griega nos ha recordado dos presupuestos centrales. Primero: que un Estado dependiente de la financiación exterior para prestar los servicios públicos esenciales no es soberano. Segundo: que la capacidad de resistencia de los movimientos democráticos, por poderosos que sean, es escasa cuando falla la protección social de los ciudadanos. Por eso, aunque algunos politólogos subrayaron la dignidad del pueblo griego, los días de corralito hicieron comprender a muchos que la política no es solo sentimiento. Esto viene a cuento de la situación financiera española. España tiene una deuda pública que roza su PIB y ha de devolver un préstamo al Mecanismo Europeo de Estabilidad, sin el cual nuestro sistema bancario seguramente se hubiese colapsado. Por otro lado, la Hacienda pública de la Comunidad Autonómica de Cataluña vive gracias a esa deuda pública española, puesto que al menos un tercio de su propia deuda está en manos del Estado central. ¿Qué ocurrirá el día después?
Una primera posibilidad pasaría porque Cataluña dejase de pagar la deuda contraída con el Estado español y a la vez rechazase cualquier imputación de la deuda emitida por España. Intentaría empezar de cero en los mercados financieros, lo que supondría, sin duda, un reto tremendo a corto y medio plazo. Situación que generaría también para España un alto coste, pero al menos le quedaría el amparo de las instituciones europeas. Una segunda posibilidad consistiría en que Cataluña se comprometiese a pagar su deuda con España, asumir la parte alícuota de esta y además lanzarse a los mercados internacionales en busca de nueva financiación; este sería simplemente un proyecto de dimensiones épicas. En cualquiera de las hipótesis, Cataluña necesitaría alguien que la financiase, para lo que conviene recordar que los mercados, y en su caso las instituciones internacionales que los sustituyen, acaban siendo implacables.
En estas circunstancias es obligado hacer el esfuerzo de volver a contar los frutos que ha dado la convivencia de los últimos treinta y cinco años, y reflexionar sobre la oportunidad de prolongarlos. Por ello sorprende que los catalanes que han participado en el devenir político, cultural y económico de España, y el resto de españoles que han hecho lo mismo en Cataluña, no estén exponiendo con claridad las ventajas de seguir haciendo juntos el camino.
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