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Beatriz y Mamen, de espaldas, están diagnosticadas de Sensibilidad Química Múltiple, una enfermedad que topa, dicen, con la incomprensión de mucha gente.
«Somos enfermos en tierra de nadie y con un alto coste para la sanidad»

«Somos enfermos en tierra de nadie y con un alto coste para la sanidad»

Mamen y Bea, diagnosticadas de Sensibilidad Química Múltiple, piden una unidad específica en La Rioja

Carmen Nevot

Lunes, 22 de mayo 2017, 21:10

Cada día es un nuevo calvario. En sus vidas no hay días bueno, sólo malos o menos malos. Una agonía que topa de frente con la incomprensión y la frustración hasta que alguien, por fin, después de años de sufrimiento pone nombre a su enfermedad: Sensibilidad Química Múltiple (SQM). Una patología que en el caso de Mamen -que no oculta su nombre pero prefiere no mostrar su rostro-, y de Beatriz León, viene asociada, como en muchos casos, con fibromialgia y síndrome de fatiga crónica.

Levantarse cada mañana es una tortura, aunque algo menos agónica desde hace un mes, cuando le reconocieron una incapacidad permanente total del 55% por la SQM. Claro que hasta llegar ahí Mamen ha vivido un auténtico viacrucis. En 1999, con 32 años, un médico de pago le diagnosticó fibromialgia de libro. Tenía muchos problemas musculares, contracturas y migrañas: «Me mandaban a la piscina, rehabilitación. Entonces pensaba que todo me lo provocaba el cansancio del trabajo».

No tardaron en aparecer otros síntomas, que eran menos agresivos cuando se iba de vacaciones al campo. Mamen tenía una peluquería que, como años después le dijeron los médicos, le estaba matando. Los tintes, lacas, jabones..., en definitiva todos los productos químicos, le dejaban al borde de la extenuación: «Mi día a día era cama y trabajo, cama y trabajo», relata. Con constantes dolores de cabeza -también tenía afectado el trigémino-, nauseas, vómitos, problemas respiratorios, musculares, problemas de visión, palpitaciones y un largo etcétera de síntomas a los que, al principio, nadie ponía nombre. Finalmente lo hicieron, pero tuvo que ser en Barcelona y pagando. Un médico experto en este tipo de patologías le diagnosticó la SQM -luego también se la reconocieron en la Seguridad Social- y le expuso la conveniencia de decidir entre la peluquería y su salud. Hace un año, con mucha pena, tuvo que cerrar su negocio, el que había mantenido abierto durante los últimos 28 años, y hoy en día, aunque vive algo más tranquila y con el apoyo incondicional de su marido, sigue una estricta rutina para intentar que se le desencadene el menor número de síntomas.

Mascarilla y paseos meditados

Siempre utiliza mascarilla para limpiar la casa porque, aunque tolera algunos productos como el amoniaco, otros, cuantos más lejos, mejor. Para su higiene personal, después de una larga cadena de ensayo-error, ya sabe qué puede y qué no puede usar. El maquillaje y la laca de uñas están desterrados y ¿las comidas? Lo más ecológicas posible. El ruido y la luz intensa también pueden desencadenar indeseables episodios que le dejen postrada en la cama o que la envíen a Urgencias en busca de un alivio.

A Mamen le gusta andar, pero cada paseo tiene que estar perfectamente meditado, cuenta, porque «si mis piernas dicen que no andan, no andan». Así que, por ejemplo, calcula que su itinerario coincida con la ruta del autobús. Sortea las gasolineras y los sitios con olor a goma y cuando algún vecino barniza las puertas de su vivienda, ella coloca una toalla bajo la puerta de su casa para que entre el menor olor posible.

«Amigos puedes tener muchos, pero a la hora de la verdad te das cuenta de que tienes tres porque todos empiezan a tirarte pullitas y no se dan cuenta de que eso hace mucho daño», lamenta Mamen.

Un recorrido similar por la enfermedad es el que ha hecho Beatriz León. A sus 44 años lleva la mitad de su vida conviviendo con continuos dolores que tardaron años en atribuir a la fibromialgia, al síndrome de fatiga crónica y, finalmente, a la terrible SQM. Al igual que a Mamen, a la que conoce a través de la asociación Fibrorioja en la que han encontrado cobijo y comprensión, se lo diagnosticó en Barcelona el doctor Pablo Arnold, en la clínica CIMA, y ahora también en la Seguridad Social. En su caso, tiene una minusvalía del 68% y cobra una «paga» de 426 euros que se acabará en un año. ¿Qué pasará después? «No es que no me preocupe, pero intento vivir día a día, que es lo que me han enseñado en la asociación», cuenta.

Tinta, bicarbonato y problemas de memoria

Bea tenía un trabajo a media jornada, pero la empresa, como tantas, cerró durante la crisis. Revisaba facturas de proveedores y la tinta del catálogo para comprobar tarifas le provocaba nauseas, mareos, problemas gastrointestinales, migrañas, fatiga... Un rosario de síntomas con los que intentaba convivir, pero que en más de una ocasión le obligaban a cogerse bajas.

Ella sí puede pintarse las uñas, pero poco más. Para lavarse el pelo utiliza el mismo jabón sin parabenos que emplea para el cuerpo. Intenta comer lo más ecológico posible y lava la ropa con bicarbonato, pero es una enfermedad que no viene con instrucciones.

Asegura que le irrita la luz en exceso y en casa pone muy bajo el volumen de la televisión. «Todo esto me produce un enorme malestar, incluso me cuesta respirar» y con los años, afecta a la memoria. «Antes leía mucho, ahora leo dos hojas y no retengo». Eso sin contar con los riesgos futuros porque, según cuenta, «tienes más posibilidades de padecer lupus, esclerosis y artritis reumatoide».

Una combinación explosiva que se da de bruces con la incomprensión. «Somos enfermos en tierra de nadie, que costamos mucho dinero porque nadie sabe lo que tenemos y te mandan primero al psiquiatra, te dan muchos medicamentos, pasas por medicina interna, digestivo y te hacen muchas pruebas». Reclama una unidad especializada en esta enfermedad en La Rioja, como existe en Navarra y en Barcelona: «Se ahorrarían mucho dinero», asegura.

Bea insiste una y otra vez en que la SQM es una enfermedad crónica del sistema nervioso central y en ningún caso psiquiátrica y pide la atención de los médicos, la que de momento sólo encuentran en Fibrorioja. Los años y la asociación, dice, «me han enseñado que fuera victimismo y que siempre hay que mirar hacia adelante».

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