La OIT reconoce desde hace tiempo que aunque las mujeres tienen mejor preparación y ocupan más puestos de trabajo que nunca en todo el mundo, la mayoría es todavía objeto de discriminación en el lugar de trabajo y raramente consiguen superar el «techo de cristal» ... que las separa de los puestos de mayor nivel y responsabilidad. Es decir que en el ámbito directivo, son pocas las mujeres elegidas para estos puestos y su presencia en ellos supone aún una excepción.
Para explicar esta situación se suelen invocar causas que tienen que ver con la organización del mundo del trabajo: horarios largos e irracionales, reticencias empresariales sobre la capacidad de liderazgo de las mujeres, la cultura patriarcal que ha impregnado el mundo profesional y empresarial, manteniéndose actitudes abiertamente sexistas... Y la realidad, efectivamente, es que la organización del trabajo está pensada por y para los hombres y por tanto, en el fondo, responde a sus intereses.
Siendo cierta la concurrencia de todas las causas expuestas, lo es también que aunque todas ellas llegarán a desaparecer, persistiría la que, a mi entender, constituye un freno trascendental para el avance de las mujeres en el terreno profesional y público, que es la sobrecarga de tareas que sobre ellas sigue recayendo en la esfera privada.
Así, cuando superados los cuarenta años, hombres y mujeres han acumulado la experiencia y conocimientos que objetivamente les capacitan para ocupar puestos de responsabilidad en la esfera pública, las mujeres no se plantean el ascenso profesional como una prioridad, no solo porque conocen las barreras externas sino, sobre todo, porque en el ámbito familiar sus parejas no comparten con ellas la responsabilidad del cuidado de los hijos y el hogar, limitándose, en la mayoría de los casos, a colaborar en dichas atenciones en la medida que sus ocupaciones laborales se lo permiten, que para ellos si constituyen su ámbito prioritario de dedicación.
Así, es público y notorio que las mujeres que llegan a la cima de su profesión son aún comparativamente una minoría y que la mayor parte de las mujeres que integran esa minoría son las que carecen de cargas familiares o, en todo caso, tienen menos hijos que los hombres en esa misma posición.
Los resultados de las encuestas y estudios en cuanto al reparto de las tareas del hogar corroboran que la mujer sigue siendo la responsable máxima del funcionamiento de una casa y, por supuesto, del cuidado de la familia, tanto de los hijos como de sus ascendientes e incluso de los de su pareja, independientemente de que la mujer trabaje, o no, fuera del hogar.
Si a ello añadimos que la disposición a dedicar un tiempo extra al trabajo todavía se considera elemento decisivo para la promoción profesional y que, normalmente, los cursos de formación que permiten la promoción profesional se imparten fuera del horario laboral, es evidente que en la medida en que se mantenga el injusto reparto de tareas en el ámbito privado y que las medidas de conciliación de la vida familiar y laboral se sigan considerando destinadas solo a las mujeres, difícilmente se modificará la situación actual, debiendo tenerse en cuenta que, dicha persistencia, no solo atenta contra el derecho a la igualdad de las mujeres sino que resulta perjudicial para la sociedad en su conjunto.
Así se viene recomendando por organismos internacionales (Naciones Unidas, OIT...) que se potencie la igualdad de participación de las mujeres y los hombres en la adopción de decisiones, por considerarlo necesario para reforzar las democracias y promover su correcto funcionamiento, ya que la diversidad de género en los centros de decisión empresarial contribuye a mejorar la calidad de las deliberaciones y decisiones, aumentando la pluralidad y diversidad de puntos de vista y experiencias.
Es evidente que resultan necesarias las políticas que faciliten condiciones de igualdad en el acceso al trabajo y que quedan muchas medidas pendientes de adopción (adecuación de la oferta de plazas en guardería públicas, residencias y centros de día para cubrir la demanda existente..., la promoción de prácticas no discriminatorias garantizando que a igual función corresponda igual salario...).
Pero lo cierto es que hay una medida que solo podemos abordar individualmente cada mujer: no tenemos por qué asumir que nuestro papel es primordial en la familia y secundario en la empresa; no tenemos por qué acomodarnos a un papel de segunda fila en el ámbito público, a pesar de que es para el que hemos sido educadas hasta ahora. Debemos mantener en el día a día un pulso permanente con nuestras parejas para superar su reticencia a asumir las tareas familiares, no podemos admitir relaciones de desigualdad y abuso (por mucho que éste admitido socialmente) sino de corresponsabilidad en áreas que son de común interés y que por ello exigen la realización de esfuerzos similares (los hombres, al contrario que nosotras, han recibido una educación que les impulsa al ámbito de lo público y, a pesar de que pueden comportarse de forma solidaria en el ámbito de las relaciones sociales y laborales, muchos todavía mantienen un comportamiento injusto e insolidario en sus relaciones de pareja como reflejo de la educación sexista recibida).
Mientras no se tome en serio la educación en igualdad, habrá de mantenerse este pulso constante por parte de las mujeres en el ámbito privado, pues será muy difícil que la mayoría de los hombres, por sí mismos, tomen la iniciativa y hagan el esfuerzo de superar los roles y estereotipos sexistas en los que generalmente han sido educados. Con perseverancia, y no con asunción estoica de tareas que no nos corresponden, es como conseguiremos avanzar en la igualdad que, aunque no solo es cosa de mujeres, desgraciadamente todavía lo parece.
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