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C.N.
Sábado, 5 de noviembre 2016, 19:28
Ana Jalón es psicóloga de Diagrama, Fundación que gestiona el centro de menores Virgen de Valvanera. Conoce de primera mano la violencia filioparental. De hecho, este año 6 de los menores que hay en el centro han acabado ahí después de que un juez dictara una orden de internamiento por maltratar a sus padres. En el 2015 hubo 28 y 26 un año antes. Además, cada vez vienen más jóvenes, antes lo hacían con entre 16 y 17 y ahora con 14 años. «Entran con un consumo bastante alto de tóxicos y una violencia hacia los padres que asusta», asegura.
Es consciente del incremento de los casos en los últimos años, un repunte que atribuye a que cada vez los padres están más concienciados del problema. «Es conveniente denunciar por el bien del menor porque cuando hay una agresión física y se ha pasado el límite del respeto el problema, normalmente, va en escalada y es difícil frenar y romper en seco sin ningún tipo de ayuda».
Llegado ese «duro» momento es bueno separar a las dos partes e iniciar una terapia psicológica individual e incluso familiar. No hay un perfil concreto de hijo agresivo pero sí una serie de factores que pueden ser comunes. Por lo general, son chavales que tienen normas en casa «pero de alguna manera son inconsistentes, se cumplen a veces o las cumplo con mi madre y con mi padre no». Suelen ser jóvenes sobreadaptados socialmente y con un nivel curricular normalizado. Además, es normal que tengan su grupo de amigos y buena relación con la familia extensa, es decir, con abuelos, tíos... En definitiva, «suelen ser chavales educados, con un perfil normalizado».
A su juicio, también hay que desterrar el tópico de que las familias que sufren este tipo de violencia son desestructuradas. Al contrario, en algunos casos se detecta «un exceso de protección» y en ocasiones los padres «quieren acercarse a los hijos y es muy difícil marcar ese límite», explica. «Como han sido niños muy cariñosos, niños modelos, que siempre han estado a las faldas de su madre, cuando van cumpliendo años y llegan a la adolescencia quieren distanciarse de sus padres y muchas veces, al no tener recursos y formas de gestionar ese descontrol que tienen, acaban agrediendo y si a eso le sumas el consumo de tóxicos...». Un factor, la adicción a las drogas, especialmente cannabis, que comparte la gran mayoría de los menores que acaban en el centro. Una vez ahí, aprovechan el distanciamiento de implica estar interno para trabajar de manera individual con dada uno de ellos. «Al principio les cuesta más abrirse, a estar receptivos a la hora de trabajar en la terapia, porque no es fácil asimilar que tus padres te han denunciado ni es fácil para los progenitores asimilar que han denunciado a su hijo», apunta Ana Jalón. «También trabajamos a nivel individual el tema de la culpa, que no se sientan que ellos han gestionado mal o que han fallado como padres», explica.
Una vez que empiezan a desarrollar su labor, esperan a que los menores demanden el contacto con sus padres. Este es el punto de inflexión para comenzar la terapia familiar. Primero los contactos supervisados de manera telefónica, luego las visitas supervisadas en el centro entre padres e hijos con la psicóloga, más tarde las visitas sin supervisión y finalmente empieza el periodo de prueba en casa para que pongan en práctica lo que han aprendido.
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