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Urdiales, por la puerta grande en Bilbao

Urdiales, por la puerta grande en Bilbao

Tarde cumbre de un exquisito Diego Urdiales en Vista Alegre

barquerito

Sábado, 29 de agosto 2015, 19:03

A sus dos toros los hizo rodar sin puntilla y de notables estocadas Diego Urdiales. A los dos los toreó más que bien. No fue sencillo el que partió plaza pero sí bravo. Tardo, incluso apalancado. Hubo que llegarle mucho. Llegarle a un toro es tanto como meterse en su terreno y pisarlo. Dos virtudes tuvo el toro: carácter para repetir y fijeza en el engaño. Por la mano izquierda, violencia. Desarmó a Diego de tremendo trallazo. Por la diestra, siendo de polvorilla y sin terminar de descolgar ni romperse, tuvo trato. Y por esa mano fue la faena toda.

 Diego tomó al toro en corto y cruzado, eligió para torear el tercio junto a la segunda raya y en el terreno opuesto a toriles. Terreno de sol en Bilbao, pero delante de la afición más rigurosa de Vista Alegre. Tendido 5. Y eso tuvo de examen la faena. Trabajo sucinto, armonioso, bien compuesto y armado, librado en apenas cuatro o cinco tandas de estructura y remate clásicos: cuatro y el cambiado por alto. Ligados los cuatro y cosido a los cuatro el cambiado, sacado con limpia calma. El muletazo de fondo, siempre corto y en semicírculo. La pureza.

  Descolgado de hombros Diego. Ni asomo de tensión pese a que en algunos momentos el toro, como todos los que tardean, era de poner a prueba los nervios. Diego se ayudó de la voz para reclamar al toro. Pero lo toreó con el vuelo suave de una muleta diminuta y bien planchada. Parsimoniosa la operación. Firme la figura, suelto el brazo armado, caído el otro casi a plomo. Cuando el toro protestó, un par de cabezazos al revolverse, Diego cortó faena, cuadró sin demora y, en fin, la espada por el hoyo de las agujas.

     Se sintió que había en las galerías más que en los tendidos bajos gente venida desde La Rioja para ver a su torero. Verlo y encontrárselo con una seguridad muy llamativa. Y una novedad: un sitio y una decisión con la espada que iba a ser clave para que la tarde fuera de verdad gloriosa.

Lo que vino después

     Pálidas se quedaron la primera faena y el primer triunfo en comparación con lo que vino después. Un toro Favorito, castaño, 540 kilos, gordito, corto de manos, de Alcurrucén. Recogido de cuerna, tocadito más que engatillado, muy astifino. La cabeza de los viejos toros de Núñez de los años 60. "Estrecho de sienes", dicen los toreros de ahora. El toro de los 60 y el toreo de esa época también, tomado de las fuentes clásicas. El aire y la manera fundidos de dos grandes maestros, Curro Romero y El Viti, que el pasado invierno proclamaron su preferencia particular por las maneras, los aires y el concepto de Diego y lo dejaron señalado: así se toreaba en su época y así se puede y debe torear.

     ¿Cómo? Sedosamente, tomando la muleta como si no pesara, dando apariencia de liviano al muletazo profundo, revistiéndolo de naturalidad, posado Diego en las zapatillas, ni un pisotón, ni un tirón. La sencillez, que en el toreo es cosa compleja. Solo en una primera tanda de tienta estuvo brusco el toro, que mugió y casi bramó al tomar engaños. De tablas al tercio en solo cinco embestidas, y enseguida empezó un concierto que fue exquisito. Una tanda en redondo de cinco y el cambiado; otra de seis y su remate tras un previo cambio de mano. Bellísimo.

     La dulzura del toro, su ritmo y su fijeza; y una muleta prendida con las yemas de los dedos. Por la mano izquierda el toro pidió más distancia de la que le dio Diego en una primera tanda no lograda. En la segunda, más en largo la toma, rompió muy en serio el dibujo, soberbio el ajuste, que la cara del toro consentía tanto como la forma de humillar y darse. De esa segunda tanda, abrochada con un pase de la firma a media altura, salió el toro entregado y rendido. Como si se descolgara de hombros tanto como el propio Urdiales.

     El cambio de espada se tomó mucho tiempo. El toro esperó paciente y dócil el regreso de Diego. Los cinco muletazos previos a la igualada -el penúltimo, un singular molinete- fueron de compás, improvisación e imaginación extraordinarios. En pie mucha gente. Y la espada por el hoyo de las agujas. El toro murió de bravo, dando la cara a tablas y apoyándose en las manos como anclado en ellas antes de rodar. Las dos orejas.

     Diego se echó a llorar al recoger la montera del brindis, se fundió en un abrazo con Víctor Hugo Saugar, que lo esperaba en los medios montera en mano, y antes de recoger el premio se sentó en el estribo para decargar una llantina incontenible. La vuelta al ruedo fue épica. Al pasar frente a picadores, se abrazó con los dos suyos, que a su vez se habían pegado ya un par de abrazos. Y saltos de alegría. No fue para menos. El toro se arrastró con sonora ovación. Un toro de Sevilla por escaparate.

Sombra para lo demás

     Esas dos ilustres faenas hicieron sombra a todo lo demás. Castella hizo un esfuerzo con el quinto de la tarde, el más armado y astifino de todos, y toro de buen empleo, pero en el contraste con lo recién visto, el trabajo pareció atropellado. Perera también pretendió dar respuesta por un palo que domina -los bucles de toreo cambiado- pero el sexto toro, un cárdeno capirote y alunarado de espectacular pinta, aguantó lo justo los viajes de trazo largo y se aburrió en el toreo rizado.

     No hubo dos toros iguales ni parecidos, pero la corrida entera, desigual en varas, llevaba el sello de Alcurrucén. Prueba de ganadería larga. Todos los toros esperaron en banderillas y, salvo cuarto y quinto, todos tardearon también. El segundo, con temperamento, se vendió caro. Castella lo toreó por fuera sin apretarse. El tercero fue el garbanzo negro de la fiesta: rebrincado, se metió por debajo, parecía lesionado de cuartos traseros. O vicio de toro enfundado. Berrendo en castaño y chorreado. Otro cromo.

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