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TEXTO PÍO GARCÍA FOTOS JUSTO RODRÍGUEZ
Sábado, 1 de noviembre 2014, 00:07
El palacio de los Condestables de Castilla está definitivamente caído, reducido a escombros, muerto. Parece un castillo de arena aplastado por un abusón. Si uno se fija bien, aún queda en pie una parte, cubierta por andamios y tapada por una grosera tela verde. Un gato atigrado se pasea entre las vallas, atraído quizá por el olor de algún ratoncillo. Se oye a lo lejos el murmullo pedregoso del río Oja. El caballista que anunciaba Nitrato de Chile ha perdido sus letras, pero sigue impasible y majestuoso, clavado en la pared de la plaza.
Los viajeros han llegado a Casalarreina y han aparcado enfrente de un carrefour, junto a las ruinas del palacio. El cronista recuerda haber visto casi entero -desvencijado pero entero- este soberbio edificio, de propiedad privada, levantado en el siglo XVI por don Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro y condestable de Castilla. Dicen que en él se alojó un día la reina Juana antes de dar en loca y de ahí el curioso nombre del municipio. También dicen que ahora lo quieren rehabilitar y hasta convertir en hotel, pero de momento solo hay escombros, polvo y una herida sangrante, abierta en medio del pueblo.
La ruinosa estampa del palacio de los Condestables contrasta con la magnífica prestancia del convento de la Piedad, en el otro extremo de la plaza, al final de un paseo tranquilo y arbolado. El pórtico da un paso al frente y asombra al visitante por su filigrana. Adán y Eva lucen su perfección anatómica, gozosamente libre de pudores, y flanquean un retablo pétreo con puntillosas imágenes de la piedad, de la flagelación, del camino al calvario... Hay angelotes, animales fantásticos, santos, vegetación selvática. Uno podría escrutar hasta el agotamiento esta pieza singularísima, aunque con la piedra enferma de lepra por culpa de las cagadas de paloma y de los siglos de intemperie.
Al convento se entra por una puerta lateral. Está abierta. Un cartel indica el itinerario de las visitas guiadas. Otro, más modesto, pone: «Se vende membrillo. El que desee comprar acercarse al timbre». Faltan cuarenta minutos para las doce, hora de la siguiente visita. Los cronistas deciden tomarse un café y darse una vuelta por ahí hasta que llegue el momento. Cuando se van, salen cuatro monjas vestidas con hábitos marrones. Hablan en voz alta. Tienen prisa. Se meten en una furgoneta Renault Kangoo de color blanco y se alejan.
Los viajeros pasan al lado de la mansión de los Pobes, con sus blanquecinos escudos de alabastro, y suben hacia la iglesia de San Martín. La puerta está abierta. Hay un órgano rococó, con columnitas rosáceas, y un retablo dorado con formas de templete griego. El cronista, sin embargo, mira atentamente a un retablillo lateral. Muestra a un sacerdote con la cabeza en la mano. Ya vio una imagen similar en Villalba de Rioja. «Es San Vitores», dice María Luisa.
María Luisa tiene las llaves de la iglesia y espera pacientemente a que los visitantes acaben de hacer fotos para cerrarla de nuevo. San Vitores nació hacia el año 800 en la Riojilla burgalesa (Cerezo del río Tirón), pasó siete años como ermitaño y luego se dedicó a predicar el cristianismo por estos valles. La leyenda dice que los moros lo pillaron y lo decapitaron. Él se agachó, recogió su cabeza como quien recupera la cartera que se le cayó del bolsillo, bendijo a sus verdugos y regresó tan campante a su pueblo. Se conoce que a San Vitores, que debió de ser hombre muy templado, lo aprecian mucho en esta comarca. Hay que reconocer que resulta muy fotogénico.
Cuando salen de la iglesia, charlan un ratito con María Luisa. Coinciden con ella en que Casalarreina es un bonito lugar, con sus mansiones y ese monumental convento.
-¿Y ha caído mucho la población?
-Qué va. Al contrario. Ha crecido con la inmigración. Ha llegado gente de Marruecos, de Perú. Aquí, además, tenemos de todo: farmacia, tiendas, restaurantes, piscinas. No necesitamos movernos para nada.
Han dado las doce. Los cronistas se despiden de María Luisa y se apresuran para ver el convento. Pagan la entrada (tres euros) y visitan el monasterio con dos chicos y una chica que vienen de Madrid. La guía, una muchacha entusiasta y teatral, explica con énfasis la belleza de una construcción que resulta ser un prodigio arquitectónico y matemático, con una insólita bóveda de crucería. El cronista se fija además en tres detalles: el antiguo y primoroso pavimento esmaltado del coro alto; una ménsula del claustro, con una serpiente mitológica que se parece mucho (pero mucho mucho) al ministro Montoro; y las figuras clásicas que aparecen talladas en el dorso del pórtico: resulta sorprendente encontrarse en una iglesia católica a los emperadores Adriano y Trajano, a Jano bifronte y al forzudo y virtuoso Hércules.
Los cronistas salen del convento de La Piedad una hora después. Se despiden de los tres turistas madrileños y de la guía, aunque, con una coquetería de superhéroes, no revelan su verdadera identidad. Luego se dan un paseo por la ribera del Oja. Es un río difícil, inconstante, caprichoso: seco en verano e impetuoso en invierno. A estas alturas de octubre, ya vuelve a bajar agua por su cauce; una lámina fina que cubre los cantos rodados como una alfombra transparente.
Los viajeros acaban la mañana en Cihuri. La iglesia, modesta y moderna, del siglo XIX, está dedicada a San Juan Bautista. Ocupa una plaza con castaños, cubierta por tejadillos. Hay una profusión de banderines colgando del techo, como si fueran fiestas mayores. Preside el lugar una enorme bandera de España que recuerda, en una escala solo ligeramente inferior, a la que ondea en la plaza de Colón de Madrid. Antes había un frontoncito blanco que se apoyaba en la pared de la iglesia; ahora, en cambio, han colocado un quiosco de hormigón con forma de mascarón de proa, un escenario amplio y unas jardineras encima de la pared. El cronista siempre duda de que lo nuevo sea necesariamente lo mejor.
A Cihuri, el nombre le viene de 'Zofiuri', que significa «villa del puente». El puente, de origen romano, fue rehecho en la Edad Media y sigue en pie: está en el barrio del Priorato, al lado de una anchurosa mansión con los emblemas del monasterio de San Millán de la Cogolla. El río Tirón se embalsa bajo su arco central y varios pececillos centelleantes, de cuerpo plateado, culebrean eléctricamente entre las rocas. Luce un sol pacífico, no demasiado ardiente, y el cronista siente un placer de lagartija cuando se tumba en la orilla.
Al regresar al pueblo, pasan por un jardincito con el césped bien cuidado. Hay un trillo y una prensa. Una señal verde, quizá demasiado enfática, pone: «Parque temático. Maquinaria agraria antigua». Un cartel explica cómo se cosechaba hace un siglo. Los viajeros siguen caminando por la calle de La Lámpara. Ven muchos chalés nuevos con las persianas bajadas. Diríase que los veraneantes (seguramente vascos) plegaron velas hace días y ahora caminan ya por Basauri o Rentería.
Cuando bajan por la calle Real, donde han aparcado el coche, los cronistas huelen a cocido y cazan al vuelo una conversación que se cuela por las ventanas abiertas de una casa de ladrillo rojo.
-Hoy no puedes comer con el abuelo.
-Yo quiero comer con el abuelo.
-No se puede. Un día sí, pero todos no.
-Pues entonces quiero patatas.
-Eso vale.
Los cronistas aprietan el paso. Son las tres menos cuarto y ahora mismo se comerían a su abuelo con patatas. O incluso sin patatas.
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