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La trata de jóvenes apátridas e invisibles

G. ELORRIAGA

Domingo, 7 de febrero 2016, 01:02

No hay nada peor para caer en la trata de personas, y no sobrevivirla, que ser invisible. Más de dos millones de birmanos viven en Tailandia en condiciones difíciles. La mayoría huyó de un país bajo una larga e impenetrable dictadura que sofocaba militarmente los deseos de libertad de sus minorías étnicas. La presión del Ejército y el hambre les obligaron a huir y sus hijos nacieron en el exilio. Esas nuevas generaciones carecen de registro de nacimiento y no pueden acceder al sistema educativo o sanitario. Ningún país los reconoce.

Los jóvenes apátridas no existen oficialmente y, por tanto, se encuentran en una situación sumamente vulnerable. El conquense Víctor Gil, hermano de La Salle, lleva más de medio siglo trabajando para reintegrar en el mundo a este colectivo fantasmal. Al noroeste del país, cruzando el puente del cinematográfico río Kwai, junto al límite con Myanmar, este religioso impulsa la Escuela de Bambú, un centro de enseñanza abierto a quienes carecen de identidad. El centro cuenta con más de 500 alumnos y, gracias al apoyo económico de la ONG Manos Unidas, sus estudiantes consiguen el necesario conocimiento de la lengua tailandesa y la obtención de un título oficial que les integra socialmente.

La prisión cercana a su academia es llamada de 'las tres emes' porque sus presos penan delitos relacionados con el tráfico ilegal de madera, la venta de metanfetaminas y la trata de jóvenes de la comunidad mon, una de las tribus que habitan el este de la antigua Birmania. «Las mafias se llevan a las muchachas para el servicio doméstico y la prostitución, mientras que los numerosos laboratorios que fabrican drogas reclutan a los chicos para su venta al otro lado de la frontera», explica.

La historia de Ari ejemplifica este fenómeno. Ella fue captada con otro medio centenar de adolescentes con promesas de un trabajo bien remunerado en Bangkok. La joven contó que viajaron hacinadas en cuatro vehículos desde la frontera hasta la capital y, a veces, debían caminar por la selva para sortear aquellos controles policiales que salpican las carreteras y no se dejan sobornar.

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