Un debate sin trampa
antonio papell
Martes, 8 de diciembre 2015, 00:27
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antonio papell
Martes, 8 de diciembre 2015, 00:27
El debate a cuatro al que acabamos de asistir ha registrado la ausencia inexplicable del principal protagonista, el presidente del gobierno y del partido que actualmente va en cabeza en las encuestas. Esta asimetría, aderezada por la presencia de la numero dos del PP, ha ... presidido la escenificación, pero en todo caso esta liturgia preelectoral, muy bien organizada por Atresmedia que ha hecho de ella un hito espectacular y trascedente, ha marcado época: por fin el sistema mediático ha podido indagar con la necesaria espontaneidad, sin corsés, los entresijos de la correlación de fuerzas que se aproxima al desenlace electoral. Han hecho falta 37 años de cavilaciones para llegar a este momento gozoso de la completa transparencia informativa. Hemos tardado en madurar.
El resultado ha deparado pocas sorpresas. Los cuatro líderes presentes conocen la asignatura, que saben recitar con soltura. Y han sido conscientes de que lo realmente importante en estas escenificaciones es no cometer errores. Así, han enunciado sus discursos en los términos ya conocidos y han dejado escaso margen a la improvisación. Ni siquiera el largo capítulo de respuestas por alusiones ha dado paso a alguna originalidad imprevista.
En cualquier caso, Iglesias y Rivera han explotado a fondo la ventaja de su incontaminación, el hecho de que no han tenido ocasión de corromperse, la suerte de no tener historia. En sentido contrario, Sánchez ha tenido más soltura que Soraya en la difícil tarea de desligarse de los errores antiguos.
La divisoria más patente del debate no ha sido la caracterizada por la disyuntiva derecha-izquierda sino la establecida en torno a los nuevos-viejos partidos. Iglesias y, sobre todo, Rivera han reclamado la oportunidad de resolver lo que los dos grandes dinosaurios políticos no han logrado en todo este tiempo. El gran pacto educativo, en concreto, pero no sólo. También en materia de corrupción, por ejemplo, han resultado más convincentes los representantes de los nuevos partidos. Del conjunto de las intervenciones se ha desprendido la inexorabilidad de poner en marcha grandes cambios. Este país, cargado de esperanza, ha llegado a un punto en que la modernización no tiene alternativa.
Sólo en el tema concreto de la corrupción Soraya se ha visto realmente acorralada. Rivera y Sánchez han llegado a acusar al ausente Rajoy de connivencia con Bárcenas, de haberse beneficiado de la financiación ilegal. Iglesias ha enumerado melodramáticamente el memorial de agravios que exhibe la ciudadanía frente a los abusos del poder. Las alegaciones de la vicepresidenta del Gobierno en esta cuestión sensible no han convencido, y tampoco Sánchez ha salido indemne de este rifirrafe.
El tratamiento periodístico del debate ha sido muy profesional, incisivo, brillante por parte de los dos presentadores. De los cuatro intervinientes, el más eficaz en la colocación de mensajes y en la exhibición integral de su opción política ha sido pedro Sánchez, quien ha preparado cuidadosamente el encuentro porque tenía mucho que ganar en el envite. Ha conseguido que calara la idea realista de que "la única garantía de cambio es el PSOE". Y ello a pesar de que se ha descontrolado en alguna ocasión, como cuando ha prometido triplicar el gasto en educación.
Albert Rivera, algo confuso, ha estado lúcido en sus exposiciones pero no ha conseguido convencer de que sus soluciones originales el contrato único o el complemento salarial, por ejemplo- no son ocurrencias. Lucha contra un statu quo con mucha inercia que no termina de plegarse a su influjo.
Pablo Iglesias domina el medio como nadie pero no ha conseguido ocupar la centralidad del discurso, quizá por su heterodoxia estética que le saca del foco principal. Sus marrullerías de tertuliano irritan a la audiencia en igual medida que su antipática sonrisa de superioridad. Al contrario que sus antagonistas, es dudoso que haya añadido apoyos con su mensaje excéntrico, demasiado previsible y moderadamente radical en una audiencia masiva.
La vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, objetivo claro de los otros tres debatientes, ha mantenido con solvencia el pabellón de su partido y ha dado pruebas de una consistencia política que de hecho ya conocíamos. A toro pasado, parece que Rajoy ha salvaguardado mejor sus intereses con su ausencia y delegando en su número dos.
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