Decía el presidente estadounidense Bill Clinton que ya no existe una clara y nítida línea divisoria entre los intereses internos y los intereses de política exterior en Estados Unidos. Al hablar de los retos de la política exterior para la próxima legislatura (y más allá ... de la misma), esta es una sentencia para recordar. La política exterior debe volver a leerse como un pilar básico de la acción de Estado, y no sólo de gobierno.
Para ello, hay que redefinir, de nuevo y eso en sí ya es mal síntoma, los objetivos de la política exterior y de cooperación española. No tiene sentido seguir la dinámica del cascarón vacío, en el que se repiten grandes ideas sin contenido alguno. La tan trillada amistad con los países de América Latina, por ejemplo, se ha quedado solo en una voluntad reiterada: la mayoría de países no tienen en cuenta la voz española, ni parece que vean en España una vía de interlocución privilegiada con la Unión Europea. El papel de España en su escenario natural, el Mediterráneo, se ha quedado sin voz propia, seguramente en el momento en que los retos son más acuciantes y fortalecer espacios de diálogo y cooperación es más necesario.
Todo ello sin olvidar que la política exterior de cualquier Estado miembro de la UE debe vincularse a la acción exterior de la misma. La falta de posicionamiento en muchos ámbitos, a la espera cuasi-permanente de lo que dirán otros, no deja de ser una actitud cómoda que esconde una incapacidad.
Así, estar en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas es importante; aprovecharlo para marcar un mensaje que contenga la narrativa de la política exterior española, imprescindible. Pero mientras a lo primero se le dedican esfuerzos y recursos, lo segundo parece haber quedado en un incomprensible segundo plano.
En relación con los instrumentos, parece ineludible llevar a cabo la (casi) letanía de la «reforma del servicio exterior». No solo se trata de dotarse de una diplomacia mucho más ágil que la actual, sino de politizar, en el sentido no partidista de la palabra, la acción de quienes trabajan en el escenario internacional. Salir de los espacios de confort siempre es arduo, pero desaprovechar el capital humano y los recursos del servicio exterior es simplemente mala gestión pública. La transparencia y la rendición de cuentas deben incorporarse como requisitos en una política que acostumbra a desarrollarse muy lejos de la ciudadanía (por cierto, que esto también sucede cuando debe servir a la misma, como sería el caso de los servicios consulares).
Repensar la política exterior, o lo que es lo mismo, redefinir el papel que uno quiere jugar en un escenario internacional cada vez más complejo e interrelacionado es una necesidad urgente. Hacerlo en relación con las políticas domésticas, una responsabilidad exigible a los representantes políticos.
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