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Jesús Gómez Peña
Domingo, 14 de agosto 2016, 08:57
Como un trapecista que volara colgado de esquina a esquina del Estadio Olímpico de Río. Así se presentó. ¡Bolt! ¡Bolt! ¡Bolt!, coreaba el público. Él asentía. Abría los brazos en cruz para coger tanta devoción. La música hizo del recinto una discoteca. Ritmo. El trapecista ... escuchó el redoblar de los tambores, tomó impulso y voló. El triple salto mortal sin red. Y cuando pisó el suelo con sus zapatillas doradas ya era por tercera vez campeón olímpico de los cien metros. Inigualable. Sólo él tiene esos tres anillos. El rey del carnaval de Río. Samba. Ha comenzado el show, el último desfile del mejor atleta de la historia. Le bastaron 9.81 segundos, su marca más discreta en una gran final, para agrandar su mito. Justin Gatlin (9.89), el estadounidense de 34 años cargado de dopaje en su pasado, pareció aguar la fiesta hasta el ecuador del hectómetro. Luego vio pasar al rayo, como lo vio el joven y liviano canadiense André de Grasse, bronce con 9.91. Primero Bolt y tras él, como separados por un alambre de Espino, el resto. Como siempre. En Pekín, en Londres y ahora en Río, donde queda inaugurado el carnaval de Bolt.
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Había electricidad en el estadio. Unos minutos antes el sudafricano Wayde van Niekerk había calcinado la pista con su récord del mundo (43.03) en los 400 metros. La vieja plusmarca de Michael Johnson. Historia. El tartán quemaba. Mejor. Los velocistas corren como si pisaran ascuas. Y salieron del túnel. Uno a uno. Como en una pasarela. Abucheos para el malo, Gatlin. Cara de pitbull. Aplausos para los demás. Y un trueno de gritos para el último, Bolt, claro. Trueno y rayo. Ahí, sobre el escenario, Bolt domina la carrera. Mira a la cámara como a un espejo. Juega, baila. Que los demás vean su calma. Que no tiene ningún miedo. Que esta carrera, una más, va a ser suya. Bolt maneja esa liturgia previa al disparo como nadie. Ha hecho de la grada su cómplice. Bajo su divertida manera de ganar hay un plan: amedrentar a sus rivales, minarles.
Gatlin lleva años azotado, repudiado. Sin honor deportivo, ya no tiene nada que perder. En finales anteriores había caído en esa red psicológica de Bolt. Se había desgastado en ese baile de máscaras que son las semifinales. Esta vez, no. Salió mejor que nadie. A galope de puntillas y con la mirada en el suelo. Dispuesto a encarecer el tercer oro de Bolt, que ni le saluda, ni le habla. Aire de metal en Río. Un instante de duda. ¿Y si pierde Bolt? Nadie había venido con esa respuesta. Al atletismo le hubiera dado un infarto. Pero nada dura mucho en cien metros: Bolt, metido ya en los 41 pasos sobre su pies del número 47, empezaba a acelerar sobre sus zapatillas doradas. Más alto que los otros, nadie tiene la palanca de sus piernas. Cada zancada suponen 2,77 metros y cada segundo, cuatro zancadas y media. A los sesenta metros ya estaba a la par de Gatlin y por delante de De Grasse, un recién llegado de apenas 70 kilos que ganó su primer carrera con un pantalón de baloncesto. Un talento que viene.
La remontada de Bolt reventó el estadio. Su ingravidez al coger 44 kilómetros por hora. Apenas toca el tartán. Su dominio en los metros finales levantó los brazos de la grada. Bolt entró apuntándose con el pulgar en el pecho mientras ladeaba la cabeza para disfrutar, relajado ya, con el rostro crispado de Gatlin. Su marca, 9.81, está lejos de su mejor versión. Bolt ya no es tan rápido como era. Lo sabe. A Río ha venido a por los tres oros y, si su castigado cuerpo le deja, a por el récord de los 200 metros. Con su piel de charol y su sonrisa, le hizo al público el saludo militar: primera misión cumplida. Faltan dos en esta semana de carnaval en Río. Dos trabajos más para Bolt y su fama de perezoso. ¿Perezoso?
Como tenía seis años más, a Juliette Campbell le encargaron en el equipo de atletismo de Jamaica que cuidara a aquel joven y distraído campeón del mundo juvenil de los 200 metros. La atleta, también oro en pista cubierta, no duró como cuidadora. Ya basta. El chaval era un dejado. Comía un bocado y olvidaba el plato en cualquier sitio. La ropa colgaba hasta de la lámpara. La habitación de Usain parecía un bazar con olor a tigre. Campbell tenía que controlar la hora a la que se acostaba el dichoso crío, despertarle para no se saltara un entrenamiento... Ya no podía más cuando una mañana se le acerca el juvenil Bolt y le suelta: Oye Juliette, a ver cuándo me haces la cama, que en casa mi madre me la hace todos los días. Fue el colmo. Dijo que nunca más. Aquel niñato era un perezoso insoportable.
Luego aprendió que para ganar hay que vomitar en los entrenamientos, cuidar su torcida espalda y reforzar sus abdominales para compensar esa pierna derecha centímetro y medio más corta que la otra. Bolt se hizo un fierocompetidor a base de sudor. Ahora es el hombre más veloz de la historia y el único que ha ganado la prueba de los cien metros en tres Juegos: Pekín 2008, Londres 2012 y, esta madrugada, Río 2016. Si en Londres con su segundo triplete (100, 200 y 4x100) se convirtió en una leyenda, ¿qué es ahora? Simplemente, Bolt. El mejor. De hoy y del mañana. A eso ha venido a Río, a recoger otros tres oros, retirarse y pasar e resto de vida balanceándose a ritmo jamaicano en una tumbona viendo cómo cada cuatro años las siguientes generaciones de velocistas fracasan en el intento de alcanzarle en los Juegos. Bolt ha batido esta pasada madrugada a rivales que ni han nacido. Con los 9.81 de ayer, los menos de 20 que empleará en los 200 metros y los 9 y pico del 4x100 se ganará el derecho a la pereza eterna. Qué importa una cama sin hacer. Me faltan dos medallas (los 200 metros y el relevo) pafa ser inmortal, soltó con el oro al cuello.
El atletismo necesita gente como yo, continuó el mesías de este deporte. El más veloz de los hombres, rápido incluso para enviar un mensaje por Twitter nada más abandonar la pista: ¡Ponte en pie, Jamaica! Esto es para mi gente. En el estadio de Río todos se sentían jamaicanos. El efecto Bolt.
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