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:: JULIÁN MÉNDEZ
Domingo, 24 de enero 2010, 11:22
V icente del Bosque fue un futbolista que prefería dar el pase definitivo a ganarse el favor de la grada con un gol. Ahora, cuando habla de sus recuerdos, se detiene en el valor de la palabra dada, usa el 'señor' para mentar a Luis Molowny y a Miguel Malbo, sus padrinos en el Real Madrid, y convoca la memoria de su madre untando huevos fritos con una rodaja de farinato, el sencillo embutido salmantino hecho con miga de pan, manteca de cerdo y cebolla. Humildad y respeto son las señas de identidad del seleccionador nacional, un hombre de aire antiguo y personalidad nada común en este universo del fútbol, plagado de egos hinchados y de embusteros profesionales.
Por eso me da que a Vicente del Bosque (Salamanca, diciembre, 1950) le importa un comino lo que vayan a decir de él durante el Mundial de Fútbol de Sudáfrica. Lo único que le dolería, asegura, es que la selección española defraudara o no fuera capaz de corresponder a tanta pasión como ha generado. «Esa ilusión de que podemos hacer algo importante en Sudáfrica se ha creado sobre una base objetiva, nuestro papel en la Eurocopa de 2008. Pero existe la idea de que o somos campeones del mundo o cualquier otro resultado sería un fracaso», medita en voz alta. «Vivo estos meses con un gran sentimiento de responsabilidad, con el miedo a no cumplir tantas expectativas. Sentir toda esta ilusión colectiva, todo el afecto que nos llega, es hermoso. Pero un Mundial son palabras mayores. Creo que se habla con ligereza de lo que podemos conseguir allí».
Vicente del Bosque nos recibe en su despacho de la Ciudad del Fútbol, en las afueras de Madrid, en un día de niebla cerrada. Dentro de un rato atenderá a un entrenador japonés que le quiere entregar un amuleto nipón bendecido para el Mundial. A diario atiende Del Bosque este tipo de encomiendas y procura cumplir con las que puede. El seleccionador es un tiarrón que pasa del 1,80, afable, educado y un punto socarrón. Acostumbrado a moverse en las arenas movedizas del fútbol, emplea las palabras con mesura. Usa gafas de Emporio Armani para leer los informes encuadernados sobre las selecciones rivales y gasta mocasines burdeos y camisas con las iniciales V. B. bordadas en la pechera.
Poca gente sabe que el entrenador es hijo de Fermín, un factor de la Compañía de Ferrocarriles del Oeste de España represaliado tras la Guerra Civil y que fue encerrado en el campo de concentración del colegio de los Padres Paúles en Murguía (Álava). «Era un hombre de convicciones y un poco radical. Vivió una época difícil para todos. ¿Algún rasgo heredado? Hoy todos somos más tolerantes y comprensivos; antes se era más inflexible. Pero no crea. Yo también tengo mis momentos de carácter; hay ocasiones en que no puedes contenerte y pierdes la compostura aunque procuro mantener el equilibrio».
Del Bosque recuerda a su padre los domingos, en su localidad de siempre, puntual como un reloj suizo tras una de las porterías del antiguo campo de El Calvario, sufriendo las ligas de Segunda y sus interminables fases de promoción. Sin faltar nunca a su rito. «Murió teniendo a gala ser el socio número 19 de la Unión Deportiva Salamanca». Del Bosque forma parte de una familia ferroviaria. Su abuelo, su padre, su suegro (antiguo fogonero en Málaga) y su tío Victorino, un interventor «inflexible» que logró la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo tras 51 años en Renfe, vivieron entre raíles. El seleccionador, también. Creció y dio sus primeras patadas al balón en el barrio Garrido, al lado de la estación. «Entonces teníamos lo justo. Jugábamos al fútbol con una zapatilla y una bota. Pero teníamos la calle y partidos eternos», suspira.
De su época de estudiante en el colegio San Agustín, Vicente del Bosque conserva una pasión por el Athletic heredada de los curas, un puñado de amigos seminaristas y un listado de ídolos juveniles (Saro, Cela, Manolín, Pollo, Amantegui), disfrutados en las tardes de fútbol junto al padre, enrolado tras el presidio en Carbónica Salmantina S. A. (antecedente de La Casera) y representante luego de materiales de construcción. «Mi padre fue el empleado ideal; actuaba como si la empresa fuera suya. Era un hombre sin horarios, demasiado cumplidor, demasiado responsable», cabecea.
Un malabarista del balón
Fue Fermín del Bosque quien le hizo dar el salto al Real Madrid juvenil desde el Salamanca, donde el chico jugaba de interior izquierda. Vicente era un fenómeno, capaz, en escolares, de meter un gol llevando el balón de cabeza, de campo a campo. Por aquellos años se iba a las campas salmantinas con algún amigo y era capaz de acertar con el balón a los aislantes de cristal de los postes de la luz desde 50 metros. Así que, Toñete, un «veedor» de promesas, le echó el lazo. «Entonces el cambio de club no era fácil; existía el derecho de retención. Pero mi padre dio la palabra al señor Malbo y al señor Santamaría y me fui a Madrid. Nos tratábamos por carta. Su preocupación, una vez que yo llegué a Madrid, es que fuera un buen chaval y tuviera un buen comportamiento».
No fue difícil porque Del Bosque se cuidaba de siempre, no se tomaba ni la preceptiva caña tras las partidas de tute con los amigos en el casino. De entonces le viene su admiración por el castellonense Juanito Planelles, compañero en el Madrid aficionado, otro talento con el balón en los pies y «siempre el mejor del equipo». Con sus primeros dineros, Del Bosque compró una casa a los padres en el Alto del Rollo, junto al Tormes, y él siguió con su carrera, sus cesiones al Córdoba y al Castellón. Poco a poco se fue haciendo con un nombre y con un puesto. «Yo, la verdad, muy bueno, muy bueno no era», sonríe. «Pero tenía una gran emoción por jugar. Creo que la vida la mueve la ilusión por hacer las cosas bien y a mí siempre me ha dado mucho gusto jugar. También hemos tenido la suerte de que nuestros entrenadores, como Miguel Muñoz, Luis Molowny y Vujadin Boskov, eran algo más; sabían de todo, eran nuestros maestros en la vida. Mire, yo disfrutaba tocando el balón, haciendo un control... Pero centrar un buen balón de rosca, ponérselo a Santillana, me gustaba más que rematarlo...»
«La pasión-asegura- es fundamental para jugar al fútbol, al margen del dinero. Nosotros no éramos más puros que estos chicos de hoy. Entre ellos hay también grandes apasionados y entendidos que no pierden la esencia de los auténticos vestuarios. Hoy sí hay más movilidad. Yo llegué al Real Madrid de aprendiz y pasé 36 años de mi vida entre las mismas cuatro paredes».
-Dicen que el fútbol es un deporte muy rastrero, plagado de envidias, pero que hasta el futbolista más ruin es capaz de reconocer a una buena persona y, a usted, le tienen cariño. Ronaldo le abrazó al irse...
-La relación humana es fundamental. Mi tarea es solicitar a los jugadores un esfuerzo diario. Pero no se trata de imponer ni de demostrar que quien manda soy yo.
-Su salida del Real Madrid, cuando era un equipo triunfante, no la entendió nadie. Y supongo que usted menos que nadie...
-En ese caso se puede aplicar una frase del señor Molowny, un experto en filosofía parda: 'la tierra hay que removerla de vez en cuando'. El Madrid quería un cambio y yo me había desgastado mucho, tanto en mi persona como en mi dogma y en mi doctrina. Pero no puedo ocultar que sentí dolor por la frialdad de aquella despedida.
Vicente del Bosque jamás irá más allá de esas frases en público. No es un hombre de reproches ni de venganzas. Al contrario, el seleccionador nacional posee una gran capacidad para empatizar, para ponerse en el lugar del otro, algo a lo que no debe ser ajeno el hecho de que uno de sus tres hijos, Álvaro, sea down o la muerte por un cáncer de su hermano Fermín, por quien removió Roma con Santiago. «Pido a los padres con chavales que juegan al fútbol que les ayuden a prepararse, que les hagan responsables y obedientes. Porque no todos llegan arriba y eso sí es un drama».
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