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V. SOTO
Lunes, 24 de agosto 2009, 10:56
Ningún vecino puebla Orzales desde comienzos del siglo XVIII. Sólo algunas piedras en el cerro permiten intuir dónde debió de alzarse la pequeña aldea. Pese a su despoblamiento, el enclave le debió parecer peligroso al general Jean Antoine Verdier, que en 1808, durante la Guerra de Independencia, decidió quemar lo poco que quedaba en pie, antes de emprender la toma de Logroño.
Lo consiguió a medias. Del pueblo perdura algún rastro lejano. Sin embargo, el templo gótico aguantó firme el fuego y sólo el paso del tiempo ha ido acabando con lo que, un día, debió de ser un elegante porte.
Alta, muy alta, y fabricada con grandes sillares de piedra arenisca, la ermita de Orzales parece una nave varada en la sierra. La gracilidad que se percibe desde la distancia no se corresponde con sus volúmenes reales. Los muros son gruesos y voluminosos y los contrafuertes refuerzan esa sensación de solidez. Sin embargo, ni el techo ni el segundo tramo del templo han podido salir indemnes del abandono.
Los nervios de la techumbre enmarcan el desaguisado. Los bocados del tiempo han reducido casi a la mitad el volumen del cierre del edificio, pese a que los arcos han aguantado extraordinariamente la labor de ruina emprendida por la lluvia.
No ha corrido la misma suerte el segundo tramo del templo, que tuvo que ser idéntico al que ahora se mantiene en pie. Los arranques de los arcos así lo demuestran. Sin embargo, sus restos se hallan dispersos por el suelo y cubiertos por la broza que impide el paso a través de la única nave.
Para entrar a la ermita hay que buscar la antigua cabecera, donde alguien ha horadado un hueco de menos de un metro de altura para que, casi genuflexo, el visitante pueda acceder a contemplar las maravillas de su gótico flamígero.
Desde el interior de la nave, se observa una parte del monte Toloño y la sierra de Cantabria. Las vistas son espectaculares, con viñas, campos de cereal y montes pétreos unidos en la misma postal. Además, los penachos de bruma se enganchan a las cimas de la sierra como olas perdidas y ayudan a sumar un punto de sugestión al enorme encanto de la ermita.
No deja de sorprender el abandono de lo que seguramente fue un bello templo. Una preciosa ventana geminada, puramente gótica, se mantiene intacta en el muro sur de la construcción. Una hornacina, con forma de arco isabelino, no ha tenido tanta suerte y el agua la ha desgastado notablemente, aunque aún se intuye la pureza de su forma inicial.
¿Cuántos museos norteamericanos, canadienses, japoneses o chinos pagarían mucho dinero por contar con estos bellos ejemplos arquitectónicos dentro de sus vitrinas? Resulta mejor no pensarlo y conformarse con disfrutar de todos los elementos de la ermita, y también de los eremitorios vecinos, antes de que lleguen a desaparecer.
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