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PABLO G. MANCHA
Jueves, 28 de mayo 2009, 03:05
Ayer se paró el mundo. Se contuvo el movimiento de traslación y el ritmo de las esferas planetarias se quedó también pasmado; no se movía una brizna de aire y los pajarillos apenas palpitaban en sus nidos de estaño. Los pocos vehículos que atravesaron las calles lo hacían como fantasmagóricas sombras junto a unos -pocos y osados- ciudadanos a los que les brotaban de las orejas unos pequeños adminículos a través de los cuales se les suministraba un suero biomecánico en forma de ondas de radio lleno de , y alaridos esféricos y trapezoidales merced a las todopoderosas gargantas de los locutores. Los niños acabaron sus deberes presurosos con el alma compungida; los padres no trabajaron con el ritmo acostumbrado y hasta las lavadoras enmudecieron en esa hora mágica y balompédica del gran ritual.
Aunque una final en el fútbol, conviene no engañarse, no es un fin en sí misma. Paradójica cuestión; la final siempre es un punto y aparte porque el clímax definitivo parece que está por llegar: la copa en sí, la entrega de la copa, la ofrenda de la copa... El ganador ganará y el perdedor maliciará su suerte y al árbitro. La afición vencedora quedará ronca hasta enmudecer y algunos, esto es seguro, se cogerán melopeas monumentales por ser los campeones. El perdedor tenderá a olvidar en unas pocas horas que había estado allí. ¡No le pregunten!
Y justo cuando dejen de rodar el balón y de vociferar las emisoras, la tierra misma (hasta ese momento anclada), perezosa y con andares desdibujados, comenzará de nuevo a rodar. Las calles se llenarán de coches, las escuelas verán sus aulas rebosantes de muchachos/as con ojeras y con el gesto todavía sorprendido por el gol. Mujeres futboleras y hombres de equipo dictarán sentencia en los cafés y en reuniones familiares. A mí, que no me gusta el fútbol, me queda un solo consuelo: por lo menos este partido no lo perdió el Madrid. Eso, seguro.
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