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JORGE ALACID
Domingo, 2 de noviembre 2008, 01:25
T odo parecía suceder en el túnel de Cascajos, también llamado pasaje de la Estambrera. Misteriosos relatos de agresiones sin confirmar, merodeo de las bandas de camorros de la época (a lomos de sus Bultacos, la mirada turbia y promiscua) y el famoso miedo a salir de noche, frase con que alguien tituló cierta película. Aún sobrevivía el gigante de la Estambrera, luego engullido por las promociones que se asoman a la Circunvalación. De la legendaria fábrica de géneros de punto (otra expresión muy años 70) volvían valientes a casa las chicas que allí trabajaban, pioneras del empleo femenino en que se iniciaron sus abuelas de la Tabacalera, temerosas de alcanzar Logroño (aquello era aún el extrarradio) a través del pasadizo famoso. Alguna precisó el auxilio de su novio, en plan escolta. Otras preferían ingresar en el centro de la ciudad a través del tumulto de campas y huertecillas frontera con Lobete y una mayoría desafiaba la libre circulación de mercancías (ferroviarias) saltando de andén en andén, dejando alguna vez los tacones entre las vías porque se aproximaba echando humo el expreso llamado catalán, al que en Cataluña decían gallego.
Llegaban a la estación y se desperdigaban por las calles cercanas, caminando deprisa por si acechaba aún el mirón que las atemorizaba, el gamberro que había apedreado las bombillas del pasaje, el asqueroso sobón de guardia. Su miedo era el nuestro: también a la adolescencia local le intimidaba el viaje subterráneo que depositaba sus pasos al otro lado de la vía que hoy acabamos de cambiar de sitio. En realidad, no había ningún motivo para dejar atrás la ciudad y perderse en la periferia: sólo el aburrimiento mortal de tantos veranos justificaba aquella excursión. La esperanza de tropezarte con la macarrada logroñesa y salir por piernas. Tener algo que contar.
Así que la emoción apresuraba la caminata y con la respiración contenida, como si buceáramos, salíamos al exterior unos metros más allá, recibidos por un paisaje irreconocible, pródigo en fábricas, talleres y cocheras. Final de trayecto. Unas piedras lanzadas al paso del tren de turno y regreso a casa, porque Logroño parecía encontrarse entonces en la Conchinchina visto desde Cascajos. Lo mismo tardabas un cuarto de hora en acodarte en tus futbolines de confianza y contar lo que acababa de suceder. Más bien inventarlo. Recrearlo. Ignorabas que con el tiempo volverías a pisar estas mismas calles, ya urbanizadas, que alojan tu videoclub de cabecera, epicentro de un barrio casi independiente, dueño de una acusada personalidad propia. Atrincherado entre el tren y la carretera, Cascajos fue abandonando el misterioso encanto de su pasaje para infiltrarse en Logroño suspendido por el aire de la horrenda pasarela, la pasarela provisional menos provisional del mundo (tal vez también la más fea), mientras sus habitantes presentaban la candidatura al vecindario con más paciencia de la ciudad. No se resignan a perder el tren, pero siempre les quedará el pasaje.
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