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M. IZQUIERDO
Lunes, 14 de julio 2008, 02:46
Los capitanes Daoíz y Velarde soportan como pocos el peso de la gloria, la sublimación de la figura colectiva a través del héroe patriótico y romántico del siglo XIX español. Hablar de Daoíz y Velarde es ondear el estandarte de la Guerra de la Independencia contra el invasor francés, porque fueron ellos, por su rango militar, los que encabezaron la insurrección contra el ejército de Marat en el parque de Artillería del Palacio de Monteleón.
Allí dejaron sus vidas, aunque ambos fueron enterrados bajo la advocación de la Virgen de Valvanera, patrona de La Rioja. El cadáver de Pedro Velarde quedó desnudo, tras serle robada la casaca de buen paño, por lo que debió ser envuelto en el lienzo de una tienda de campaña. Conducido a la parroquia madrileña de San Martín, fue amortajado con un hábito franciscano de limosna. Luis Daoíz, por el contrario, fue amortajado con su uniforme reglamentario y trasladado a la misma iglesia.
«Velados por un pelotón de fieles -explica el cronista riojano Felipe Abad León-, fueron enterrados encima de otros cadáveres, en el tercer tramo de piedras junto al arco de la capilla de la Balbanera. (...) Tuvieron la cautela de dejarlos casi a ras de tierra, por si se terciera darles en fecha más dulce sepultura digna de su fecha».
En efecto, el 2 de mayo de 1814, rendido Napoleón, los restos de Daoíz y Velarde fueron trasladados a la capilla de Nuestra Señora de la Soledad de la Victoria, en la iglesia de San Isidro el Real, tras solemne cortejo que recorrió la Carrera de San Jerónimo, Puerta del Sol, Carretas y Concepción Jerónima. Pero en 1823, cuando los Cien Mil Hijos de San Luis restauraron el absolutismo y cercenaron de raíz el Trienio Liberal, varios cabecillas revolucionarios que huían de Madrid se llevaron los cuerpos hasta Cádiz ante el temor de que fueran ultrajados por las tropas galas del duque de Angulema. Y pese a que al año siguiente regresaron a San Isidro el Real, no fue hasta el 1 de mayo de 1840 cuando fueron definitivamente inhumados en la plaza de la Lealtad.
La devoción a la Virgen de Valvanera la había introducido en Madrid fray Sebastián de Villoslada (1537-1597), natural del pueblo que lleva su nombre, monje profeso de Valvanera, abad del monasterio capitalino de San Martín y confesor de Felipe II.
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